11/8/14

TIEMPO DE VERANO

CRÓNICAS PLAYERAS I
  



Ha llegado el calor; y con el calor, las huidas masivas hacia lugares más frescos o hacia los sitios de veraneo, que, sean frescos o no, al menos nos permiten un cierto relax, o al menos eso es lo que se busca. Así que hacemos las maletas, procuramos llevarnos todo lo posible para que no nos falte el confort de la ciudad, y para hacer lo que tenemos pendiente durante meses: lecturas atrasadas, películas que hace siglos queremos ver, sandalias, bañador, cremas para el sol...en fin, que la maleta va a rebosar, y nuestras expectativas también. Después de un largo trayecto en el coche o en el tren, cansados pero felices, arribamos a nuestro destino. ¡Mmmm....ya se huele el aire marino!
En mi caso, me desplazo a una localidad mediterránea, que, aunque tiene bastante vida durante todo el año, en el verano la población crece y se multiplica por doscientos. Y no sólo la población, sino los automóviles, los ruidos, los atascos, las tumbonas en la playa y los gritos infantiles. Más de la mitad de la población es foránea, principalmente anglosajona, aunque también hay muchos argentinos  Hasta el punto de que muchos viven durante todo el año, montan negocios para sus propios compatriotas, y se da el caso de que  si un nativo, o sea, mismamente yo, quiero comprar algo allí, me veo casi obligada a pedirlo en inglés. A veces, realmente da la impresión que estoy en su país ―un poco más soleado, eso sí― y no en el mío...pero me viene de perlas practicar el inglés gratuitamente.

LA CASA


La casa tiene una terraza abierta con vistas al monte arbolado y al mar al fondo, y una piscina estupenda, donde espero hacerme unos cuantos largos al día y recuperar mi tono muscular o al menos, mantener lo que queda de él. El césped invita a paseos con los pies descalzos, sintiendo la humedad en mis extremidades maltratadas por los zapatos de tacón invernales. Palmeras, pinos, muchas buganvillas rosa, violeta y rojo oscuro, un maravilloso cuadro colorista y llamativo. El viento, que suele soplar a partir del mediodía,  hace un sonido delicioso al deslizarse con fuerza entre los árboles. El llevant o levante, viento fresco y húmedo del mar, y el llebeig, o lebeche, el viento de suroeste, cálido y seco, mientras las chicharras le acompañan con su única nota constante, consiguiendo unas modulaciones monocromáticas deliciosas, que producen somnolencia al cabo de un rato de escucharlas, tumbada en una hamaca. Curiosamente son los machos, los chicharros, los que tienen el órgano fonador, y cantan, ¡cómo no! para atraer a las hembras, y para aliviar sus calores.

 Por las mañanas, me despierta otro canto: una multitud de pájaros. Creo que han anidado en el tejado sobre mi ventana, porque los oigo como si realmente compartieran mi dormitorio, además de observar cada mañana sus múltiples deposiciones. Otra cosa que me despierta es el sol mañanero, que es el despertador más seguro. Mi ventana da a levante, con lo que, a partir de las siete, o a la hora que toque según el día del mes, el astro rey lanza sus terroríficos rayos...directamente sobre mi ojo izquierdo, con lo que mi primer movimiento se dirige a las cortinas, para cerrarlas y poder seguir con mi dulce sueño. Sigo escuchando a los simpáticos pajarillos, que a voz en grito piden el desayuno a sus alados progenitores. También oigo ―¡vaya por Dios!― al perrito de los vecinos de enfrente, que a esas horas se despierta y nos regala unos fuertes ladridos, muy reconfortantes, como para decirnos que ya está bien de dormir tanto, hay que levantarse y disfrutar de una mañana estupenda. Y  hasta me llega el canto de un gallo lejano, que no para de lanzar al aire su kikirikí, como es habitual en su especie, incluso escucho los relinchos de un caballo (¡Sí, un caballo!) además, del inevitable llanto del bebé de los vecinos que ya acaba de despertarse de mal humor.

Visto que no puedo seguir durmiendo, enciendo la radio para escuchar las noticias, amodorrada aún entre las sábanas. Las temperaturas parece que se han vuelto locas...mmm, no, perdón, creo están hablando de la Bolsa, que también. Los anuncios me abren el apetito, así que bajo a ver qué hay en la cocina para desayunar. Sé muy bien lo que hay, yo misma lo compré ayer por la tarde en el supermercado, pero por las mañanas una desea que la sorprendan agradablemente. Y efectivamente, la sorpresa me la llevo cuando encuentro la cocina absolutamente ennegrecida por un ejército de hormigas, dándose un festín con unos minúsculos restos de la cena, que habían caído al suelo. En fin, me armo de spray desinfectante, cubo y fregona, y me dedico a acabar con aquella marabunta, acordándome del finado Charlton Heston... ¡Delicias del campo! Finalmente puedo desayunar mis tostadas con mermelada, zumo de pomelo, y un par de tazas de café negro con canela―¡cómo lo necesitaba!―, mientras escucho una pieza para oboe y fagot de Scarlatti. 

LA PLAYA

Bueno, me digo, ahora un paseíto por la playa y luego un buen baño en la piscina. Monto en mi bólido ―es una manera cariñosa de hablar de un pequeño utilitario ―y, después de casi tres cuartos de hora para llegar y otros tantos para encontrar aparcamiento ―es temporada alta―consigo mi propósito. Es una playa amplia, en forma de concha, de arena fina, con unas cuantas palmeras. A esa hora, ya empezaban a llegar algunos madrugadores. Aprovecho que la orilla todavía está libre y me doy un delicioso paseo hundiendo  los pies en el agua, recibiendo las olas. El sol ya calienta como para derretir un buen helado y agradezco el sombrero que me protege de sus ardorosos rayos. Cuando ya me he recorrido toda la orilla en un sentido, me vuelvo para recorrerla en el contrario, y compruebo que ha aumentado bastante el personal playero: consiste, sobre todo, en simpáticas, pacientes y abuelas autóctonas, neverita portátil en ristre, con gesticulantes nietecillos, armados de cubo y pala, que se dirigen veloces a la orilla, gritando de felicidad y dando saltitos. Los sufridos abuelos, en retaguardia, llegan cargados con la sombrilla, las silletas plegables, las toallas, flotadores y demás aditamentos imprescindibles para soportar varias horas bajo el tórrido sol veraniego, mientras los padres de las criaturitas duermen plácidamente en casa, tras una noche en blanco. Algún otro nieto más crecidito porta una red para cazar cangrejos, medusas y otros animalillos marinos que se pongan a tiro. Y otros, ya más juveniles y no necesariamente nietos de nadie presente, juegan (con la mano libre que les deja el móvil) con las inevitables pelotas de goma, y con esas otras pelotitas con una especie de redecilla detrás, que se golpean con una pala y que suelen ir a parar al ojo del vecino más cercano.


De pronto tropiezo con alguien: es un corredor mañanero, ya no tan juvenil, colorado como un cangrejo, sudoroso y maloliente, que corría en mi dirección a toda pastilla y al que no había visto venir.  Al cabo de un momento ya me he topado con seis o siete corredores más, igualmente sudorosos y malolientes. Decido retirarme de la orilla y volver al paseo marítimo. Me cruzo con varios grupos de turistas extranjeros que avanzan penosamente por la arena, buscando afanosamente el mejor hueco donde extender sus esterillas y toallas, para tumbarse y freírse al sol cual sanlorenzos nórdicos. Ya empieza a estar concurrido esto... ¡Cada vez vienen más temprano!, me digo a mí misma.

Las tiendas de objetos playeros ya están abiertas, las cafeterías y heladerías también, donde algún trasnochador ahora disfruta de su desayuno mientras recibe la brisa marina y los inclementes rayos solares. Los restaurantes están de limpieza general, preparándose para la avalancha del turismo que a partir del mediodía ya quiere deglutir la paellita o la fritada de pescado, con un hambre canina, después del baño, o antes de él. Curiosamente, los turistas británicos (y nórdicos en general)  suelen comer a la inglesa y a la española, ¡a la vez!, con lo que a las doce se toman un tentempié y a las tres la paellita, a las seis el té o lo que sea que les sirvan con ese nombre, y a las diez de la noche cenan con el resto de españoles en las terrazas, entre el bullicio general, y allí siguen hasta  la madrugada, copa tras copa, encantados de la vida y de un clima que parece tropical, además de un país que no le pone horarios a su  ingesta de alcohol. Esto último creo que es lo que más les entusiasma.

Me giro hacia la playa, para despedirme del mar hasta otro día, y el espectáculo me deja francamente desalentada: ya casi no queda un espacio libre en la primera línea y en segunda y tercera hay mucha ocupación. ¡Si apenas ha pasado media hora! 
Los hay de todo género, tamaño y procedencia. Desde el musculitos que se dedica a exhibir palmito por entre las damas cuarentonas, mirándolas de reojo para ver el efecto causado; el cincuentón de prominente barriga cervecera, camisa abierta y bermuda de cintura bajada, con gorrita de béisbol o sombrerito de paja, concentrado en el periódico deportivo; las jovencísimas de talla 34, todo esquinas huesudas, tatuadas y agujereadas, y con la mínima expresión de bikini, muertas de sueño sobre la alfombrilla, porque aquí acaban su noche, pero pegadas al móvil, por si acaso. Por el contrario, las también jóvenes talla 48, tratando de imitar a sus amigas en cuanto a la ropa, con efecto estéticamente adverso, al desparramarse los michelines por doquier. Excepcionalmente aparecen algunas esculturales bellezas, tumbadas lánguidamente al sol, hablando por el móvil interminablemente, mientras muestran sus encantos a todo el que quiera mirar. Visto que ya van bajando los padres de las criaturitas, aún con el gustillo al café con leche y dispuestos a darle un cachete a sus retoños, que ya están pasándose de la raya con los abuelitos, y que los jugadores de voley-playa empiezan a tirarse la pelota, me despido por hoy del espectáculo playero. Hay bandera verde, el baño es seguro, hoy no hay medusas, el calor está garantizado y el personal dispuesto.

LA PISCINA

Retorno a casa para darme mi baño: lo prefiero en la piscina, la verdad. Luego de un largo rato del inevitable atasco automovilístico –ya se ha hecho muy tarde― consigo llegar a  casa, sudorosa y agobiada por el calor, y  me dirijo, toalla en mano, a la piscina, pero, ¿Qué ven mis ojos? Es increíble: un par de arañas descomunales, negras, peludas, espantosas...bañándose placenteramente en el agua, ¡mi agua! pataleando gozosas con sus ocho inmensas patas cada una.  Por supuesto, bajo ningún concepto entro en el líquido elemento hasta que las indeseadas bañistas acaban por ahogarse y van a parar al filtro de la piscina. No podía imaginar que existieran seres tan repugnantes... ¡Cielos!, me digo, si esto es el campo, ¡Bendita la ciudad!
Finalmente puedo disfrutar de mi deseado baño, pero no crean, no las tengo todas conmigo y me meto al agua con mis gafas, para avistar al enemigo con tiempo. Unos buenos largos, varios ejercicios de abdominales, y salgo como nueva. Para reponerme, me atizo al salir un martini doble que me sabe a gloria, mientras las libélulas zumban y cruzan veloces sobre la piscina, atraídas por el frescor del agua, así como otros insectos ya no tan atrayentes como avispas y abejorros se refocilan por el césped, dispuestos a proporcionarme una buena picadura si persisto en pasear descalza.


Degusto mi comida muy agradablemente en la terraza, lo que atrae algunos indeseados moscardones, y paso el rato moviendo los brazos como un burro su cola, aunque, eso sí, disfrutando de un paisaje espléndido, de la visión y los cantos de mirlos, gorriones, palomas, las elegantes golondrinas,… así como del zumbido monocorde y atronador de las chicharras, a esa hora en su máxima potencia.

 Sn embargo, a eso de las tres y pico de la tarde, cuando aún tengo el sabor de mi habitual onza de chocolate como punto final de mis comidas y me auguro una tranquila siesta, libro en mano, al lado sombreado de la piscina, escucho un chirrido e inmediatamente el rugido de una máquina cortadora de césped. ¡Horror! Los jardineros, que, una vez respuestas las fuerzas con un buen almuerzo, se disponen a trabajar, justo en el jardín de al lado. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Me pongo los tapones para los oídos, que siempre llevo conmigo, y me dispongo a resistir el asalto. El campo, ya se sabe.


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