EL ROSTRO DE GÓGOL (Gogols Ansikte, 1989)
KJELL JOHANSSON
Nørdica Libros
Trad.: Carmen Montes
Kjell Johansson (Estocolmo, 1941) escritor sueco, que, tras cursar estudios universitarios, alternó su trabajo como profesor con otros como asistente social, trabajador portuario, y repartidor. Interesado muy temprano por la literatura rusa, ha publicado diversas obras con esta inspiración.
Nikolai Vasilievich Gogol (Soróchintsi, Ucrania 1809- Moscú, 1852), escritor, novelista, y dramaturgo, nació en el seno de una familia de la baja nobleza rutena. En San Petersburgo ejerció como administrativo. En 1828 conoció a Pushkin, con quien desarrolló una fuerte amistad. Impartió clases de historia en la Universidad por breve tiempo, y estuvo varios años viviendo por Europa, época en la que escribió su obra más famosa, Almas Muertas, así como la novela histórica Tarás Bulba. En el 48, tras un fuerte arrebato religioso y conservador, peregrinó a Jerusalén, e influenciado por un sacerdote fanático, decidió abandonar las letras, quemando la segunda parte de Almas muertas, así como otra serie de escritos, convencido de que eran fuertemente pecaminosos. En un estado de enloquecimiento y quebrantamiento físico tuvo lugar su muerte, a los cuarenta y tres años.
Efectivamente, Johansson se introduce con tal maestría en la piel literaria de Gógol, en su estilo y en su propio pensamiento, que desarrolla su autobiografía como si de él mismo se tratase. Cualquiera que haya leído algo del autor ruso, reconocería inmediatamente en estas páginas la mano del maestro. Así, con maestría y gracias a una magnífica traducción, transitamos por la novelada y ficticia vida de Gógol, al modo gogoliano, si pudiéramos decirlo así. Porque los principales datos de la vida de Gógol están correctamente representados; pero también está representada su desbocada imaginación, su hipocondría, su periódica enajenación, sus arrebatos emocionales, su ironía, su humor, casi grouchiano, absurdo, increíblemente desmadrado y divertido. Pero también están expuestas todas sus obsesiones, su neurosis, su locura religiosa y su obsesión por la neutralidad política, llevada a extremos enfermizos.
Asistimos a la infancia y juventud del gran autor ruso, a sus comienzos, sus temores, su miedo al ridículo y al fracaso, escenificado en la famosa cena, casi surrealista, con los escritores petersburguianos y su encuentro con Pushkin, alma viva de su obra, inspirador de ella, amigo y maestro a la vez: salíamos a pasear juntos -nos cuenta-e incluso el cielo de Petersburgo me parecía alto y claro. Tomábamos el té y cenábamos. Hablábamos de arte. Yo tenía veintidós, y Pushkin treinta y dos (...) Nos hicimos muy amigos. A Pushkin lo adoraba.
Largos recorridos viajeros, huidas de la madre Rusia, por la que padece un amor-odio constante, idas y venidas conforman los capítulos del libro. Los amigos con los que viaja y con los que se relaciona en París, en Roma, el periplo italiano y el desastroso viaje a Tierra Santa, ya inmerso en su delirio religioso, que agravó la locura que le acechaba en los últimos años de su corta vida.
Y mezclado con todo ello, contados como un suceso más, sueños, relatos imaginados mientras narra otros hechos reales teñidos de imaginarios dislates, de emociones y jugosísimos y divertidos diálogos. Ya nos lo advierte el autor, cuando, transformado en Gógol, nos dice que dos caminos principales –como podría decirnos Proust- conducían al ancho mundo: el uno, el de la realidad palpable, Gran paseo de rosas; y el otro, era el de la imaginación, creado por los relatos de mi padre y por mi propia fantasía (...) El camino de la misión, El camino el sacrificio, el camino del futuro. Y de ese modo alterna, muy bien imbricados, cuentos y recuerdos, diálogos con diablos o seres imaginarios, con charlas literarias. Aventuras petersburguesas e italianas, parisinas y alemanas. Y de ese modo se produce una continua interacción de realidad y ficción, imaginación y datos, verdad y mentira. Recordé- nos dice Johansson-Gogol- las muñecas con las que jugaba de niño, cada una de las cuales contenía una dentro. Pensé que no eran sólo las muñecas o las personas las que contenían otras en su interior. Otro tanto les ocurría a las intenciones y deseos de los hombres, a sus acciones...