Reseña publicada en:
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Antonio Forcellino (Vietri sul Mare, 1955), es un ensayista e investigador italiano, gran especialista en el arte del Renacimiento, tuvo a su cargo la restauración del Moisés de Miguel Ángel y el Arco de Trajano. Autor de numerosos estudios sobre la obra de los grandes artistas del Renacimiento, y sobre la Capilla Sixtina en particular, que, a raíz de su reciente restauración, nos ha hecho cambiar tantos conceptos sobre su autor y su trabajo. Forcellino, que ya escribió una magnífica
biografía de Miguel Ángel, vuelve con esta obra, de gozosa e interesante lectura, al mismo ambiente artístico, ilustrándonos al detalle con datos técnicos, que el especialista puede apreciar y el lego entender, así como la cuidada y bella edición que nos presenta 46 láminas a todo color y 33 figuras en blanco y negro con detalles de arquitectura o de dibujos.
Ante todo, Forcellino quiere desmontar la idea de la “espiritualidad” rafaelesca: un eros feliz y una vida plenamente satisfactoria son las raíces de la creatividad de uno de los artistas más grandes de la historia. Frente al mito romántico del artista torturado que sublima en el arte, Forcellino exalta la felicidad y la alegría de vivir como motor artístico.
Es ésta, pues, una biografía gozosa. Enmarcada en una época turbulenta, a su vez destacan con poderío una serie de grandísimos artistas, que hicieron brillar a Italia y expandir su belleza a todo el orbe. De estos grandes artistas, es Rafael el que mejor simboliza el gozo de vivir, esa alegría que transmite a través de su pintura, frente a los geniales pero torturados trabajos de su contemporáneo y competidor Miguel Ángel, y al disperso y diletante Leonardo. Y es que Rafael era bello y disfrutaba de la belleza, además de ser un inmenso artista que se había alimentado del arte desde su nacimiento; su padre, el pintor de Urbino Giovanni di Sancti tenía el taller en la planta baja de su casa, y desde sus primeros pasos Rafael deambuló, vio, olió y tocó pigmentos y emolientes, pinceles y redomas, anduvo entre figuras pintadas y modelos, como lo más natural del mundo. Claro que además, Rafael fue bendecido con el don, y desde muy niño ya su propio padre advirtió que su hijo había nacido para el arte.
Impregnado en sus jovencísimos comienzos, de la maravillosa y seductora obra de Leonardo, así como de la tremenda fuerza de Miguel Ángel, sólo el hecho de cruzarse con el ya venerable Leonardo por las calles florentinas le deja una impronta que no podrá olvidar y que brota en su impecable Escuela de Atenas, encarnando a un Platón de luengas y níveas barbas, en el centro de la composición.
Siglos de arte se mostraban ante su mirada: los restos de una Roma sepultada a la espera de su exhumación, así como todos aquellos artistas que antes que él, iniciaron el camino hacia el Renacimiento. Giotto, Masaccio, Gozzoli, Botticelli, Lippi,... Y el autor de la biografía, que nos describe amorosamente el entorno en el que el pequeño Rafaello vive sus primeros años, asegura que, frente a lo que nos cuenta Vasari en sus Vidas de Artistas, él prefiere la explicación de la influencia paterna antes que la de Perugino, artista al que atribuye Vasari ser el tutor del aprendizaje rafaelesco. Forcellino más bien le supone una competencia, en su primera juventud, una especie de tour de force, que Rafael sobrepasa con creces en su interpretación de Los desposorios de la Virgen, ya que, tomando como base la obra de Perugino, la reelabora de un modo superior al maestro.
Su estancia florentina le produce una profunda huella, muy provechosa, que fructifica en seguida, extendiendo su fama al artista y generándole contratos y encargos de los príncipes y señores principales tanto de Florencia como de Urbino y Siena. El paso a Roma estaba cantado. Julio II (Giuliano Della Rovere) le manda llamar; insaciable de arte, no contento con Miguel Ángel y una larga lista de pintores, escultores y arquitectos, descubre que Rafael es quien debe decorarle las estancias vaticanas, lo que produce un malestar evidente en el resto de artistas, y que el propio Rafael debe, con su diplomacia y buen hacer, tratar de atraerse y de evitar los desplantes papales. Se rodea así de una serie de artesanos que poco a poco conformarán su escuela; muchos de ellos le han de ayudar con sus conocimientos del trabajo al fresco, que Rafael apenas dominaba cuando se le encarga la decoración de los muros, y que con el tiempo perfeccionará e incluso dominará el secreto del “estuco de mármol” y del “fresco lustroso”: un enlucido compacto y un fondo brillante que no permitía pentimenti o manipulaciones posteriores, como sí le ocurrió a Miguel Ángel cuando la pudibundez posterior de los papas decide colocarles pañales a sus desnudos del Juicio Final.
Y al cabo de poco tiempo, al comienzo de su treintena, Rafael se ve triunfante en la sociedad romana, donde los placeres de la vida ocupan un lugar preponderante, empezando por los propios papas y cardenales, procedentes de las grandes familias que detentan el poder en los distintos estados: los Sfroza, los Della Rovere, los Médici, los Colonna...muchos de ellos son grandes coleccionistas y amantes del arte, a la vez que usan el arte como una manifestación de su poder.
Dos figuras poderosísimas destacan desde un primer momento en su apoyo sin fisuras al gran artista: el belicoso y temperamental papa Julio II, al que dedicó numerosísimas pinturas destacando las estancias vaticanas que Bramante había reestructurado, y el banquero de Siena Agostino Chigi, cuya villa Farnesina decoró con una maravillosa Galatea, figura absolutamente nueva en el renacimiento romano, un icono al culto del amor al que la sociedad del placer se entregaba, empezando con el propio pintor, que abiertamente amaba la vida y gozaba de ella al máximo. Sus madonnas, sus retratos y sus frescos hablan por sí mismos. Incluso su manera de afrontar la arquitectura, a la que se dedicó en sus últimos años, siendo el Palacio Madama, en monte Mario, uno de sus más ambiciosos proyectos, que no vio terminar por su prematura muerte. Aunque envidiado y odiado por muchos, Rafael se mantenía al margen de esas disputas, como todos los que son conscientes de su propia valía por méritos propios; no solía frecuentar artistas, sino filósofos, literatos y príncipes. Reivindicaba el derecho de admisión en su palacio del Borgo, manteniendo su vida privada en un discreto segundo plano. Y así murió, ebrio de amor, según nos cuenta Vasari, un viernes santo como el que lo había visto nacer 37 años antes.
Pero Forcellino no sólo nos habla de Rafael. Nos pinta un amplísimo fresco histórico de la sociedad y la política italianas de mediados Quattrocento y Cinquecento, donde las guerras por el poder enfrentaban a las diversas familias que dominaban sectores políticos. Los papas, en su mayoría, defendían con ejércitos propios sus tierras palmo a palmo. Y los grandes señores locales se respaldaban en el Rey de Francia, que siempre buscaba arrancar algún trozo de la bota italiana. Julio II accede al papado tras la muerte del papa Borgia, Alejandro VI, que gobernó con el brazo férreo y cruel de Cesar Borgia, en una de las etapas más vergonzosas para la Iglesia. Tampoco es que Julio II fuera un corderito: él mismo dirigía, con armadura y espada, sus propias tropas. Pero las derrotas infligidas le hicieron refugiarse en el arte, que amaba profundamente, y utilizarlo como caja de resonancia, como propaganda del poder papal. Gracias a él se comenzó a construir San Pedro en el Vaticano, verdadera batalla artística, cuya primera piedra puso el propio Julio a seis metros de profundidad, en 1506, bajo la mirada horrorizada de sus cardenales, que habían intentado oponerse a la demolición de la antigua basílica constantiniana. Julio nombró a Rafael “comisario de antigüedades”, lo que fue beneficioso para todos, porque quién mejor que un gran artista para reconocer, recopilar y restaurar aquella multitud de piezas romanas que surgían cada día de la tierra que las había estado cubriendo durante siglos y siglos.
No sólo –nos dice Forcellino- fue el pintor, el arquitecto y el escenógrafo capaz de crear imágenes de impresionante belleza, sino también el intérprete de un mundo muy particular, del sueño de un renacimiento áureo que pensaba realizarse a través de los estudios literarios y de las obras pictóricas.