Como la propia autora de esta obra nos explica, más que una biografía de Misia Sert, es una biografía del tout París de la Belle Epoque y del París de la primera mitad del siglo XX. Parafraseando a Hemingway, la autora elige muy inspiradamente un título que describe a la perfección lo que vamos a leer. Vamos a saber de la vida de Misia, sí, pero también de una gran cantidad de personalidades del mundo del arte y la cultura, de los negocios y de la política, de sus amores y desamores, de sus fiestas, sus paseos y sus excentricidades. Todo París es, efectivamente, una gran fiesta de fin de siglo, hasta la primera Gran Guerra; y después, todo París entra en una locura, una vorágine del vivir al día, mientras se ven venir la siguiente guerra sin hacer nada por evitarla.
Isabel Margarit, la autora, es barcelonesa, docente y doctora en Historia; y directora de la revista Historia y Vida; ha publicado varios ensayos, entre los que destacan: Alma Mahler, la gran dama de la seducción (1994), La vida y la época de Alfonso XII (1998) o Eugenia de Montijo y Napoleón III (1999). En el caso que nos ocupa, su mirada se ha dirigido a la musa y mecenas de artistas, músicos y literatos, aglutinante del mundo cultural parisino e internacional durante largos años, impulsora e inspiradora de múltiples empresas como los ballets de Diaghilev, o los maravillosos murales de Sert; Misia Sert es una mujer cuya vida, de por sí, merece dedicarle un libro. Libro, por cierto, editado con primor, cargado de fotografías y reproducciones magníficas, ya que esta espléndida mujer fue pintada por grandísimos pintores, como por ejemplo, Renoir.
La autora aborda esta biografía de un modo periodístico, con un verbo ágil y muy ameno, contándonos todo tipo de anécdotas y detalles. Margarit basa su investigación en tres obras, principalmente: las memorias de la propia Misia, que dictó a Boulos Ristelhueber, antiguo secretario de Josep Sert; la biografía que elaboraron los pianistas Arthur Gold y Robert Fizdale, en la que incluyen un capítulo sobre la relación de Misia y Coco Chanel, (parte que Misia oculta en sus memorias); y por último, un relato breve de Alex-Ceslas Rzewuski, que mantuvo amistad con Misia, La double tragédie de Misia Sert. Como Margerir dice muy elegantemente para acabar su epílogo, más que una biografía al uso, esta obra ha sido planteada como un gran ballet, una obra coral que pretende evocar un mundo en el que emergió el talento que iluminó el siglo XX.
Misia, nacida María Sofía Olga Zenaida Godebska en San Petersburgo en 1872; su madre era belga, y murió al dar a luz; su padre padre, francés, era de origen polaco. Creció siempre en ambientes artísticos, su padre era escultor y la familia de la madre se movía en círculos musicales. Tras una infancia no muy feliz, con continuos desplazamientos, madrastras y tutores, Misia aprende a ser independiente y entra en Paris por su propio pie, al escaparse de casa siendo muy joven. A partir de ese momento, oscila entre sus tres matrimonios: el primero, con Thadeé Nathanson, que fundó en París La Revue Blanche, revista en torno a la cual se aglutinaron numerosos artistas y literatos, y en cuyas ilustraciones conocemos uno de los primeros retratos pictóricos de Misia. El segundo, y que la hizo cambiar radicalmente de mundo, fue Alfred Edwards, un magnate y potentado financiero, fundador de Le matin; con él Misia dio un salto social inmenso. El tercero, su verdadero gran amor, fue el pintor español Josep Sert. Con él, ella retoma el mundo artístico, que por otra parte nunca había perdido, aunque no vivió directamente con Edwards. Ningún matrimonio de dio hijos. Margerit soslaya ese tema: no sabemos si tenía impedimento físico o simplemente no estaba interesada. Para el tipo de vida que llevó siempre, hubiera sido un problema, ciertamente. El hecho es que no los tuvo.
Y todo su afán de proteger artistas, volcarse en la vida y el trabajo de otros es comprensible, ya que el afecto maternal lo desvió hacia otros, a veces con tintes amistosos o amorosos, pero desbordante de generosidad. No sólo artistas y literatos recibían sus afectos: su gran amistad femenina fue Coco Chanel, a la que catapultó en el mundo de la alta sociedad. Coco fue también una mujer de armas tomar, y correspondió totalmente a Misia, cuya amistad duró hasta la muerte. Con ella realizó múltiples viajes, sobre todo a Italia, país que amaba por encima de otros por su exhuberancia artística; pero también a Inglaterra, Nueva York y a Hollywood. A Italia, y especialmente a Venecia, viajaba constantemente con todos sus maridos, pero sobre todo con Sert, que era un enamorado de ese país.
La última parte de su vida, su decadencia, fue penosa –como por otra parte, todas las decadencias lo son- sobre todo por las circunstancias de su ruptura con Sert y por la paulatina desaparición de sus amigos y protegidos: el poeta Mallarmé, con el que le unieron fuertes lazos en su etapa más juvenil; Diaghilev, con el que mantuvo una gran amistad y al que ayudó enormemente con la introducción de su ballet en Francia; Roussy Mdivani, la amante por la que Sert la abandonó y a la que, sin embargo, Misia amó profundamente.
Cuando observamos los retratos que el impresionista Renoir pintó de Misia, vemos una mujer opulenta, voluptuosa, de rasgos marcados y fuertes, atractiva y de un porte maravilloso y elegante. Comprendemos inmediatamente por qué causaba una impresión tan fuerte a su alrededor. Tocaba el piano divinamente, al parecer, (fue alumna de Fauré, en su juventud); pero prefirió dejar a un lado labores creativas, concentrándose en la creación de los demás. Siempre estuvo rodeada de creadores, eso la hacía muy feliz, como si participase de todas sus creaciones, como si, contagiada de su élan vital se viera impregnada del talento y las obras de todos los que compartían muchas veces su techo, su comida, sus diversiones, y su ayuda material y moral. Vivió, eso sí, en un mundo elegante, de joyas y pieles, de óperas y cruceros, donde no había que preocuparse por el dinero, porque el dinero siempre lo tuvo. Pero precisamente porque lo tuvo siempre, no le importaba: lo repartía sin problemas entre aquellos a los que admiraba por su talento o su arte. Amó mucho, y aunque fue amada, también sufrió mucho. Fue una gran mujer que quiso a París más que a ninguna otra ciudad: y sin embargo, como apunta la autora, París no tiene una calle con su nombre.