Al cabo de unos días he de visitar el
supermercado de nuevo, ―tengo la mala costumbre de comer― pero no caigo en que
es sábado...en vacaciones los días pasan sin darnos cuenta, con lo que aquello
estaba que no cabía un alfiler. Tal y como está la economía, el turista cada
vez más tira de supermercado que de restaurante. Pero ya que estoy aquí...Lo
cierto es que un guardia de tráfico no hubiera venido mal: el aparcamiento es
un continuo entrar y salir, en los pasillos no hay quien pase, familias tanto
británicas como autóctonas al completo, arrastrando carritos absolutamente
cargados hasta los topes, algunos con los niños dentro, además; otros se hacen
la visita en pleno cruce de pasillos, y se dedican a contarse la vida, mientras
los niños corretean, tocándolo todo, y los padres, ajenos, buscan entre las
bebidas alcohólicas algo que les haga más llevadero el mes. Es impresionante lo
que les atrae la bebida a estos británicos...aunque tampoco los alemanes le
hacen el feo a una buena cerveza.
Una sexagenaria extranjera, que trata
infructuosamente de discernir entre un producto y otro, pide ayuda a un
empleado, que le contesta en la lengua local, aunque en un tono de voz muy
alto, como si así consiguiera que le entendiese mejor, creándole aún más
confusión a la pobre señora. Porque eso sí, los empleados del súper son del
pueblo, y en el pueblo se habla el valenciano, variante alicantina. Con lo que
se originan divertidas demostraciones lingüísticas y algunos intercambios
emocionales. Estoy tan entretenida que sin dame cuenta me he llevado los danones y el bimbo pasados de fecha y he de volver a cambiarlos. Y olvido el spray anti-hormigas, que con la
invasión a la que estoy sometida, me lo cepillo en cuestión de días, a falta de
un Charlton Heston. Me tocará volver mañana.
De todas formas, en esta localidad si hay algo que no falta son enormes, gigantescos (y algunos pequeñitos, aunque quedan ya pocos) supermercados. De todas las marcas y colores. Y el problema es que, aunque tenga uno muy cerca, resulta que hay productos que me gustan de uno distinto, con lo que el recorrido puede hacer se agotador: el pan de molde de alli, los rollitos integrales de allá, el te twinnings que solo lo tienen en acullá, ...y las mermeladas que abundan de las que me gustan en otro distinto. En suma, que el recorrido por los súper se hace a veces interminable...eso sí, muy entretenido.
EL PASEO NOCTURNO
Las noches suelen ser frescas, cuando
sopla la brisa marina. Me bajo al Paseo del Arenal y deambulo por allí,
entretenida con el ajetreo nocturno. Sentarse en un café o una heladería es
divertidísimo. Por el paseo van desfilando toda una colección interminable de
personajes, habituales del mundillo playero. Familias al completo: los padres
en camiseta y bañador, las madres en pareo, o en esas camisolas
semi-transparentes que son tan comunes en las playas, y que disimulan un tanto
los volúmenes no deseados y a la vez dan esperanzas de posibles encantos
escondidos. Los niños, chupando caramelos, helados, y otras sustancias
pringosas, o manipulando esos objetos fosforescentes que tanto éxito tienen
entre el personal infantil, o esos rayos láser con los que se regodean
machacándonos los ojos, bajo la mirada tolerante de los padres, que mientras
tanto se paran en los sempiternos e inevitables puestos de artesanía,
orfebrería, bolsos, cerámicas u objetos variopintos, o se sientan a tomar una
cerveza o un helado. Las paradas donde hacen retratos a lápiz o a rotulador, o
caricaturas, no están demasiado concurridas, aunque siempre hay algún ingenuo
que se siente tentado a verse a sí mismo con otros ojos.
También desfilan los septuagenarios, de los
que en esta población hay un altísimo porcentaje, sobre todo extranjeros,
instalados aquí buscando un clima más benevolente con su reuma que el húmedo y
lluvioso de sus países de origen. Es por ello que aquí florecen como setas las
ortopedias, los podólogos, geriatras, fisioterapeutas y hay farmacias por todas
partes. Pero ellos, ajenos a su edad, o quizás precisamente a causa de su edad,
visten de colorines, pantalones cortitos
y camisetas luminosas, las señoras portan colgantes llamativos o escotes
desmesurados, que nos muestran un panorama desolador, por otra parte.
Los adolescentes, usan el uniforme
habitual: ellas, camisetas varias tallas menores, el hueco ventral al aire,
pantalón ajustadísimo, tatuajes y piercings por todas partes; ellos, camisetas zarrapastrosas, bermudas, sandalias de
goma y pelos desmadrados, que harían horrorizarse a cualquier peluquero que se
precie. Su tono de voz les delata a distancia.
También gritan los hooligans,
que van apandillados, montando bronca y tratando de llamar la atención lo más
posible. Todos, unos u otros, portando visiblemente su iPhone último modelo, como
una pieza más del uniforme.
En menor cantidad se pueden ver
sudamericanos: ecuatorianos, sobre todo, colombianos y bolivianos también.
Aunque la población argentina es enorme, ellos montan negocios, sobre todo
textiles, de muebles, artesanía, y restaurantes, y están absolutamente
asimilados a los autóctonos, delatándoles solamente su acento, que son
incapaces de olvidar, por mucho tiempo que vivan lejos de su país. Los ecuatorianos, colombianos y bolivianos,
más relacionados con el sector servicios, y suelen formar un grupo aparte,
porque aun no están demasiado integrados. Son gente bastante tranquila y
pacífica, que disfrutan de sus horas libres después de un día de trabajo. Los
magrebíes suelen pasear más por el Puerto, en grupos masculinos, o con sus familias. Y a los chinos, como siempre, no se
les ve en la playa, (de hecho, apenas se les ve ) aunque ya han invadido prácticamente todo, desplazando a
muchos pequeños locales y ocupando manzanas enteras con sus tiendas, abiertas a
todas horas.
LAS FIESTAS
Estos días se celebra la inevitable
fiesta de moros y cristianos, muy tradicional en estas comarcas, y muy
atractiva por la vistosidad de los trajes y la sonoridad de sus músicas, con
dominio de timbales y tambores. He decidido acercarme por la noche al puerto, a
ver el desfile y sentir un poco el ritmo
de las bandas de música que van detrás, marcándoles el paso. Los trajes son
brillantes y llamativos, sobre todo los de los moros; este año han introducido filaes de cristianos con trajes de
bandoleros siglo dieciocho, lo cual parece algo fuera de lugar, además les
acompaña una música muy sandunguera y
sus movimientos parecen más de discoteca.
Aparecen los moros, puro en boca,
como es tradicional, moviéndose como Dios ―o Alá― manda, en una especie de
desplazamiento pendular con las caderas, muy, muy despacio y al verdadero ritmo
de los timbales y el bombo, a un volumen que el corazón casi se sale del pecho y
tiemblan las rodillas. Aunque deben de
ir bastante sonados, lo hacen muy
bien. Reciben fuertes aplausos del público turístico y el residente, además de
otras interjecciones y comentarios no muy reproducibles.
Algunos magrebíes,
ellos con ropa occidental y ellas con el kaftán y pañuelo en la cabeza, lo
observan todo desde una cierta distancia y sin demasiado sentido del humor. Los
cristianos, que vienen al final, están potentes: hay cuatro jinetes, muy bien
puestos sobre sus caballos enjaezados muy elegantemente, y una carroza con los
reyes y su corte. Y la banda de música, muy original, recuperando instrumentos
populares, produce un sonido muy peculiar. Curiosamente son señoras de edad, que tocan flautas,
rascadores, triángulos, panderos y otra serie de objetos no identificados pero
que suenan adecuadamente medievales. Llevan todas una especie de uniforme
consistente en unas batas o túnicas naranja, lo que les da un aire muy a lo Hare Krishna. Tras la última carroza,
desfilan los puestos móviles de chucherías, globitos, helados, y la obligada
camioneta de la Cruz Roja...por si las moscas, que siempre hay a quien le da un
achuchón entre timbal y tambor. En fin, finaliza el desfile con la inevitable
traca y castillo de fuegos
artificiales.
La noche es de una temperatura fresca
muy agradable y me vuelvo paseando hasta donde he dejado el coche, algo
somnolienta ya, pero contenta, y con un cierto movimiento pendular en mis caderas. La luna llena resplandece como
una moneda de oro, colgada en el cielo, sobre el mar oscuro, donde se destaca
un pequeño barco de vela, que va dejando una estela blanca ondulante. Se
escucha el fragor del oleaje sobre las rocas.
¡Mmmm....el mar, el mar! Suspiro.