Pierre Augustin Caron, Beaumarchais, (París, 1732-1799) dramaturgo, editor, financiero, músico y aventurero francés, es el autor de esta obra teatral que tanto ha dado de sí, no solamente en teatro, sino también en ópera, al recoger la idea Mozart y Da Ponte y producir una de las óperas más deliciosas de su repertorio. Aunque en su caso, hubieron de reducirla, y su libreto sufrió un fuerte marcaje por parte del emperador José I, que quería evitar los sobresaltos de Luis XVI con una obra tan conflictiva.
En palabras del propio Beaumarchais esta comedia se resumiría así: “Un gran caballero español, enamorado de una joven a la que quiere seducir, y los esfuerzos que esa novia, el que debe casarse con ella y la mujer del caballero, reúnen para hacer fracasar en su propósito a un amo absoluto a quien su rango, su fortuna y su prodigalidad hacen todo poderoso para realizarla. Eso es todo, nada más. La comedia está ante vuestros ojos”. Comedia en cinco actos, Beaumarchais nos muestra en la que tituló Una loca jornada, una serie de intrigas, juegos eróticos y de poder, intercambio de papeles y toda una gama de personajes en movimiento, una comedia divertida y a la vez corrosiva respecto a las costumbres de la época (nada más corrosivo que mostrar la cruda realidad, siempre perturbadora).
La obra, mirada desde nuestros días, es una comedia de enredo divertida y entretenida, con un punto picante. Vista con los ojos de un aristócrata de finales del XVIII, era un alegato contra el “derecho de pernada”, (droit du seigneur), el derecho del señor a disponer de sus súbditos, el abuso del poder, la corrupción, incluso un alegato antimonárquico: “¡Porque sois un gran señor os creéis un gran genio!- recita Fígaro en su famoso monólogo-Nobleza, fortuna, cargos, todo eso anima vuestro orgullo..! ¿Qué habéis hecho para merecer tantos bienes? Os habéis tomado la molestia de nacer, nada más”. Provocó una de las pocas reacciones airadas de Luis XVI, prohibiendo la puesta en escena...lo cual, por otra parte, era lo que el intrigante autor estaba esperando para darle una magnífica publicidad a su obra.
Se ha dicho muchas veces que lo que le importa a un creador no es tanto que hablen mal o bien de su obra, sino que hablen. Ladran, luego cabalgamos, se dice. Pues bien, Beaumarchais era un experto en venta y publicidad de su propia obra, y comprendió que antes que nada, tenían que hablar de ella. Empleó años y todo tipo de artimañas y recursos para provocar la reacción del público a su favor, consiguiendo un éxito absoluto. Y todos sabemos que lo prohibido es lo que atrae irremisiblemente. Se paseó por los salones donde duques, condes y marqueses, y sobre todo las damas, le rogaban hiciera lecturas del texto, cosa que efectivamente hizo y su fama le precedió antes de estrenar la obra en los escenarios.
Así, aunque la obra era ciertamente rompedora en el sentido de denunciar un estado de cosas corrupto y abusivo, una crítica devastadora de la aristocracia como clase ociosa, privilegiada e inútil, fue la propia aristocracia la que le aplaudía y agasajaba, y reía las bromas sarcásticas como si no fuera con ellos. Es un tipo de reacciones incomprensibles, pero habituales. Hasta Catalina de Rusia se interesó por la obra, y fue la propia María Antonieta la que acabó por convencer al rey de que levantase la prohibición del estreno en los escenarios.
La propia vida de Beaumarchais merece por sí misma una novela, ya que fue todo un personaje, elevado desde un humilde nacimiento, hijo de un maestro relojero, al que ayuda en sus años juveniles, y cuya profesión le abre las puertas de la corte. Conforme crece su capacidad adquisitiva, compra cargos (cosa habitual en la época), lo que posibilita su ascenso social, y participa en diversos negocios, da clases de arpa a las hijas de Luis XV, compra el cargo de secretario del rey, se va casando con viudas ricas –que, al morir, aumentan su patrimonio y títulos, es enviado en misiones de espionaje a Inglaterra y Holanda, realiza sospechosas compras de armas para venderlas a los nacientes EEUU, y mientras tanto, escribe. Después de varias obras publicadas y estrenadas, llegan Las bodas de Fígaro, presunta segunda parte de El Barbero de Sevilla, donde también el protagonista es Fígaro, que ha cambiado su profesión y es ayuda de cámara e intendente del conde Almaviva.
Pero lo más curioso es que de las múltiples reacciones ante su obra, lo que causaba más problemas era la supuesta inmoralidad, la indecencia de los actos que exhiben sus personajes, el libertinaje, el erotismo a flor de piel, los deseos morbosos del conde Almaviva por Susana, camarista de la condesa y prometida de Fígaro, la atracción de la condesa por el joven Querubín, las maquinaciones de Fígaro para salvar a su novia de las manos del señor...todo ello mostraba como un espejo, a ojos de las preciosas damas y elegantes caballeros de la aristocracia, los mismísimas entrañas del engranaje social del que eran los verdaderos protagonistas. Y lo mostraba de un modo jocoso y frívolo, lo que llevó a algunos a sentirse agredidos, por identificación. Otros lo tomaron con humor y achacaron tales conductas a otros, sin reconocer las propias. La obra fue un éxito clamoroso, y se dice que el viejo Beaumarchais llegó a asistir en 1793 a la representación de la ópera mozartiana basada en Las Bodas. Desafortunadamente, ya estaba casi completamente sordo, con lo que poco pudo apreciar la bellísima música del maestro de Salzburgo, ya fallecido en esos días.
A destacar el excelente prólogo de Mauro Armiño, el editor de esta presentación, y muy interesante el Prefacio del propio Beaumarchais. Entre ambos nos dan una visión de conjunto con la que emprender la lectura de esta imprescindible y entretenidísima comedia dieciochesca.