VICENTE
BLASCO IBÁÑEZ
CIRCULO DE LECTORES, 1976
ISBN 84-226-1128-3
Edición no abreviada
Blasco Ibáñez (Valencia, 1867-Menton,Francia 1928), periodista
escritor, viajero y político español, en esta novela, escrita en 1901,
desarrolla la trama alrededor de un hecho histórico: el sitio y la caída de
Sagunto (la antigua Zazintho)
a manos de Aníbal y una confederación de tribus ibéricas, aliadas a los
cartagineses y opuestas a Roma. Como cita en su prólogo, el propio Blasco
escribió la novela en una época en la que estaba en el primera línea recurrir a
temas históricos y novelarlos, (Quo Vadis, Afrodita, Salambó) pero al parecer,
era un proyecto juvenil que realizó años después. Su libro se basa en un texto del
poeta latino Silvio Itálico, romano nacido en España, sobre la segunda Guerra
Púnica, como él mismo afirma, y del que dice haber tomado a algunos de los
protagonistas.
«Sentí la imperiosa necesidad de
resucitar el episodio más heroico de la historia de Valencia, sumiéndome para
ello en el pasado, hasta llegar a los primeros albores de la vida nacional. Y
abandonando la novela de costumbres contemporáneas, la descripción de lo que
podía ver directamente con mis ojos, produje una obra de reconstrucción
arqueológica más o menos fiel, una novela de remotas evocaciones. Con esto
realicé un deseo de mi adolescencia, cuando empezaba a sentir las primeras
tentaciones de la creación novelesca. ―nos dice Blasco en el prólogo, y
continúa― Al caminar por los senderos de la huerta valenciana se ve siempre en
el horizonte, por encima de las arboledas, una colina roja que es la
estribación más avanzada de la sierra de Espadán, el último peldaño de las
montañas que se escalonan en descenso hasta el mar. Sobre su cumbre, como
amarillentas y sutiles pinceladas, se columbran los muros de un vasto castillo.
Allí está Sagunto. (…). Y muchas veces me dije, con mi entusiasmo de novelista
aprendiz, que algún día escribiría dos novelas: una sobre Sagunto y su
desesperada resistencia; otra que tendría por héroe al Mediterráneo.»
El protagonista de la historia,
en realidad, es el ateniense Acteón, de imponente presencia, como un dios
griego. Tras vivir muchas aventuras recala en Sagunto, con la intención de
sumar su espada a la defensa de la ciudad, si hiciera falta, o de vivir en paz
en aquella magnífica urbe, donde muchos griegos se habían afincado, entre
ellos, Sónnica, antigua cortesana que ha llegado a ocupar un lugar importante
por su matrimonio con un poderoso comerciante saguntino. Enlaza entonces Blasco
con el relato de la vida de esta cortesana griega hasta el momento en que se
encuentran ambos y surge una fuerte pasión amorosa. Pero luego de entrelazarlos,
vuelve a centrarse en Acteón, el encuentro con Aníbal, el viaje al interior,
donde las tribus celtíberas preparan la
guerra, y finalmente, una vez comenzada ésta, lleva a Acteón a Roma, como
delegado de la ciudad amenazada y sufriente, para –infructuosamente- recabar
ayuda del Senado romano. Aníbal es el tercer protagonista en importancia, al
que liga con Acteón por una supuesta convivencia infantil pasada. Todos ellos le
sirven al escritor valenciano para introducirnos en la Grecia de la época, en
sus costumbres y usos, así como en la Hispania pre-romana, los problemas
políticos cartagineses y la gestación del conflicto que acaba con Sagunto
arrasada, la vida en la Roma de la época pre imperial.
Lanza asimismo algunas
digresiones comparativas sobre la mentalidad romana, la griega y la hispánica,
sobre el comportamiento y la visión política de Aníbal, la sociedad romana y sus costumbres, en fin, toda una serie de reflexiones contrastadas
sobre la vida humana, la pasión amorosa, la alegría de vivir y la voluptuosidad
de las gentes…mientras domina la paz. Toda la primera parte está plena de esa
voluptuosidad, tan cara, por otra parte, al carácter del propio escritor,
hombre vehemente, ardiente y pasional. Porque no solo las descripciones de los
encuentros amorosos (de Acteón y Sonnica, Aníbal y la amazona Absyte, los
esclavos Eroción y Ranto) sino también las descripciones de banquetes, el
disfrute en la mesa, las danzas y la regalada vida, en suma, de cierto nivel
social contrastándolo con la dramática sordidez de las “lobas” portuarias o prostitutas
de la más baja estofa, y el pueblo llano, simbolizado por el filósofo Eufobias,
y otros personajes anónimos que ponen la nota discordante. La simbólica mezcla
racial saguntina es manifiesta y precisamente resulta un atractivo para Acteón:
«Somos el
resultado de mil encuentros por tierra y por mar, y Júpiter se vería apurado
para decir quiénes fueron nuestros abuelos. Desde que a Zezintho le mordió la
serpiente en estos campos y nuestro padre Hércules levantó los grandes muros de
la Acrópolis, ¿quién puede marcar las gentes que aquí han venido y aquí se han
quedado, a pesar de que otros llegaron después para arrebatarles el dominio de
los campos y de las minas...? » (Blasco habla aquí por boca de un saguntino, en
la novela)
El contraste más fuerte lo
encuentra entre las tribus ibéricas y las terribles costumbres bárbaras (incluido
el canibalismo) que les son habituales, descritas a propósito del viaje que
realiza Acteón con Alorco, el hijo del jefe celtíbero. En el postrero viaje a
Roma, por el contrario, describe al pueblo romano como hecho con otro molde:
sólido, sobrio, apegado a la tierra y a sus leyes. Blasco habla de una época en
la que aún Roma mantenía las virtudes republicanas, y la reciedumbre de un
pueblo más preocupado por asuntos prácticos y útiles.
La ambientación, múltiples
detalles sobre las ropas, las armas, los tocados y los alimentos, los cultivos
y el comercio, la construcción y muchos detalles más, está cuidada y resulta
meticulosa, sin ser erudita ni abrumadora. Quizás descuida un tanto profundizar
en cada personaje, porque lo que le interesa es más dar una visión de conjunto
y describir con tono épico un drama como fue la toma de Sagunto, y el
simbolismo que desprende. Interesa en muchos momentos por los detalles
históricos, emociona en otros, por la fuerza dramática manifiesta, como en el
siguiente fragmento:
«El caudillo se despojó del casco, dejando suelta su cabellera de gruesos rizos; agarró después la cabeza de Terón por su ensangrentada melena, y poniendo un pie con ademán de vencedor sobre el cuerpo del sacerdote, la enseñó a los que ocupaban las murallas... Se mostraba majestuoso con la espada en la diestra y avanzando el otro brazo, que sostenía la cabeza del gigante. Sobre la oscura tez relampagueaban de orgullo sus ojos, brillantes como los discos de metal que pendían de sus orejas... Los sitiados lo reconocieron, y un grito de sorpresa y de rabia corrió a lo largo de la muralla: -¡Anibal!... ¡Es Anibal!...»
Ariodante