El pintor José Antonio Molina Sánchez falleció ayer a los 91 años en Murcia, ciudad en cuyo Museo de Bellas Artes se instaló la capilla ardiente del ilustre creador.
Molina Sánchez ha muerto. Ayer desplegó sus alas, esas alas angélicas que tanto pintó durante su larga andadura artística, y voló a otras esferas, a otros mundos, donde poder disfrutar de la bellaza que tanto amó y tanto buscó.
Molina Sánchez, además de un gran pintor, un pintor como la copa de un pino, era un gran hombre. Un hombre afable, cariñoso, de buen temple, con gran sentido del humor, un buen hombre.
Molina Sánchez, además de todo esto, era mi tío. Un tío al que traté mucho de niña y de adolescente, y más tarde, la distancia física y las circunstancias hicieron que nos tratásemos menos. Pero siempre que volvía a verlo, me trataba como si nos hubiéramos despedido el día anterior. Un tío que me animó a pintar, pero nunca quiso influirme; que me insistía en que siguiera dándole a los pinceles, porque para él la pintura era su vida. Su gran amor, la competencia con su esposa, mi tía Amparo, era la pintura. Y las amó a ambas con verdadera pasión; no tuvieron hijos, y siempre le gustaba rodearse de alguno de sus múltiples sobrinos (veintiuno, si no he contado mal). Todos le recordaremos en nuestro corazón y en nuestras paredes, dondes sus pinturas continuarán hablándonos, mostrándonos su alegría de vivir.
Descanse en paz.
Molina Sánchez, además de un gran pintor, un pintor como la copa de un pino, era un gran hombre. Un hombre afable, cariñoso, de buen temple, con gran sentido del humor, un buen hombre.
Molina Sánchez, además de todo esto, era mi tío. Un tío al que traté mucho de niña y de adolescente, y más tarde, la distancia física y las circunstancias hicieron que nos tratásemos menos. Pero siempre que volvía a verlo, me trataba como si nos hubiéramos despedido el día anterior. Un tío que me animó a pintar, pero nunca quiso influirme; que me insistía en que siguiera dándole a los pinceles, porque para él la pintura era su vida. Su gran amor, la competencia con su esposa, mi tía Amparo, era la pintura. Y las amó a ambas con verdadera pasión; no tuvieron hijos, y siempre le gustaba rodearse de alguno de sus múltiples sobrinos (veintiuno, si no he contado mal). Todos le recordaremos en nuestro corazón y en nuestras paredes, dondes sus pinturas continuarán hablándonos, mostrándonos su alegría de vivir.
Descanse en paz.
La nota de prensa:
Fue su despedida una celebración sin más solemnidad que cuanta puede contener una misa de difuntos. Casi una despedida íntima, como al pintor murciano José Antonio Molina Sánchez, quien el miércoles nos dio su definitivo adiós, quizá le hubiese gustado. No se escuchó el sonido del órgano, ni las voces que también suelen cantarse en estas ocasiones. Incluso se apagó al instante el amago de aplausos cuando el féretro abandonó el templo de Santa Eulalia, donde tuvo lugar el oficio religioso.
El féretro, que permaneció parcialmente cubierto con la bandera de la Comunidad, se había instalado anteayer en el Museo de Bellas Artes, desde donde fue trasladado al templo. Apenas unas 150 personas se reunieron, junto a los familiares del pintor, para esta despedida definitiva entre autoridades, artistas y amigos.
El féretro, que permaneció parcialmente cubierto con la bandera de la Comunidad, se había instalado anteayer en el Museo de Bellas Artes, desde donde fue trasladado al templo. Apenas unas 150 personas se reunieron, junto a los familiares del pintor, para esta despedida definitiva entre autoridades, artistas y amigos.
Cito un jugoso comentario de Antonio Díaz Bautista, publicado en La Verdad:
Cada año, con los primeros aleteos primaverales, nos regalaba Pepe una nueva exposición y, cuando brotaban sus ángeles femeninos, sabíamos que, aunque el viejo invierno, ya en derrota, diera algún torpe coletazo, la vida renacería, jugosa, magnificente y espléndida, por las calles de la ciudad y los caminos de la huerta. En cuanto se colgaban los cuadros de Molina, aparecían sobre los limoneros las once mil vírgenes del azahar, venciendo, con su perfume, los malos humos.
Hasta el final ha podido ejercer el pintor la refinada sensualidad de su siempre juvenil paleta, y también su extraordinaria cordialidad personal. Todavía, hace muy pocos días, teníamos la suerte de poder charlar con él, a la salida de los conciertos o en los eventos culturales, a los que acudía en su silla de ruedas. La inevitable mordedura de la edad no había menoscabado, ni lo más mínimo, su lúcida percepción de la belleza, ni, menos aún, la exquisita bondad que trasmanaba su persona. Por eso, sus amigos, es decir, todo el mundo, nos acercábamos a saludarlo, buscando contagiarnos de su elegante serenidad. Pepe Molina fue siempre fiel a sí mismo, sencillo, humilde y abierto, como era cuando, mucho más joven, tomaba en brazos a mis hijos, de muy pocos años, y les enseñaba, uno a uno, los cuadros de sus exposiciones.
Ahora los ángeles, con los que tan amable trato tenía, se lo han llevado con Amparo, su compañera de siempre, que lo estaba esperando desde hacía algún tiempo. Molina Sánchez tiene que estar donde se merece: haciendo florecer sus manchas de color y escuchando la sublime «armonía de las esferas», que decía Platón. Me imagino que, al verlo llegar, el travieso Mozart habrá improvisado un minuetto para recibirlo, el vitalista Haendel habrá dirigido el 'Aleluya', Juan Sebastián Bach le habrá desgranado una de sus fugas para teclado y hasta el gruñón de Beethoven habrá tarareado el 'Himno a la Alegría'. No sé si debo desearle, como suele hacerse en estos momentos, que descanse en paz, porque la paz la llevó él siempre consigo; más bien me atrevo a pedirle que desde allí nos siga transmitiendo la paz del espíritu a quienes tanto lo vamos a echar de menos.
Cada año, con los primeros aleteos primaverales, nos regalaba Pepe una nueva exposición y, cuando brotaban sus ángeles femeninos, sabíamos que, aunque el viejo invierno, ya en derrota, diera algún torpe coletazo, la vida renacería, jugosa, magnificente y espléndida, por las calles de la ciudad y los caminos de la huerta. En cuanto se colgaban los cuadros de Molina, aparecían sobre los limoneros las once mil vírgenes del azahar, venciendo, con su perfume, los malos humos.
Hasta el final ha podido ejercer el pintor la refinada sensualidad de su siempre juvenil paleta, y también su extraordinaria cordialidad personal. Todavía, hace muy pocos días, teníamos la suerte de poder charlar con él, a la salida de los conciertos o en los eventos culturales, a los que acudía en su silla de ruedas. La inevitable mordedura de la edad no había menoscabado, ni lo más mínimo, su lúcida percepción de la belleza, ni, menos aún, la exquisita bondad que trasmanaba su persona. Por eso, sus amigos, es decir, todo el mundo, nos acercábamos a saludarlo, buscando contagiarnos de su elegante serenidad. Pepe Molina fue siempre fiel a sí mismo, sencillo, humilde y abierto, como era cuando, mucho más joven, tomaba en brazos a mis hijos, de muy pocos años, y les enseñaba, uno a uno, los cuadros de sus exposiciones.
Ahora los ángeles, con los que tan amable trato tenía, se lo han llevado con Amparo, su compañera de siempre, que lo estaba esperando desde hacía algún tiempo. Molina Sánchez tiene que estar donde se merece: haciendo florecer sus manchas de color y escuchando la sublime «armonía de las esferas», que decía Platón. Me imagino que, al verlo llegar, el travieso Mozart habrá improvisado un minuetto para recibirlo, el vitalista Haendel habrá dirigido el 'Aleluya', Juan Sebastián Bach le habrá desgranado una de sus fugas para teclado y hasta el gruñón de Beethoven habrá tarareado el 'Himno a la Alegría'. No sé si debo desearle, como suele hacerse en estos momentos, que descanse en paz, porque la paz la llevó él siempre consigo; más bien me atrevo a pedirle que desde allí nos siga transmitiendo la paz del espíritu a quienes tanto lo vamos a echar de menos.
http://www.laverdad.es/murcia/20091218/cultura/quien-anunciara-primavera-20091218.html