JOSEPH CONRAD
Trad. Carlos García Simón
Ed. Gadir, 2011
95 págs.
Joseph Conrad, (1857-1924), eminente escritor británico de origen polaco, pasó como marino veintiún años de su vida, desde los dieciséis hasta los treinta y siete, en que se dedicó completamente a la escritura, se casó y residió en Inglaterra. A raíz del hundimiento del Titanic, un suceso que conmovió a la sociedad británica y norteamericana, y en general, al mundo entero, Conrad escribió un par de artículos sobre las Comisiones de Investigación que tuvieron lugar posteriormente para el esclarecimiento del hecho. El primer texto, Algunas reflexiones sobre la pérdida del Titanic, se publicó en 1912 en la English Review, y después formó parte de su libro Notes on Life and Letters, (1921). El segundo texto, Ciertos aspectos de la admirable investigación sobre la pérdida del Titanic, siguió el mismo procedimiento de publicación.
El primer centenario de la catástrofe marítima va a cumplirse este año: el 10 de abril de 1912, el RMS Titanic, inició su primer y único viaje desde Southampton (Inglaterra) hacia Nueva York. A las 23:40 del 14 de abril, ―a solo cuatro días de navegación― el buque chocó contra un iceberg al sur de las costas de Terranova, y se hundió a las 2:20 de la madrugada del 15 de abril, en una noche de aguas tranquilas aunque gélidas. 1.517 personas murieron. El gigante titánico de 45.000 toneladas y supuestamente insumergible se hundió en dos horas y cuarenta minutos, tiempo que no permitió, incomprensiblemente, a que todos los pasajeros se embarcaran en los botes. Claro que hay que admitir que no había botes para todos. Y que los botes, a pesar del lujo del transatlántico, eran de remos y no llevaban motor, lo que reducía su capacidad. Sin embargo, el lujoso transatlántico disponía, eso sí, de un magnífico café francés, piscina, gimnasio, biblioteca, etc. Y unos compartimentos estancos que supuestamente debían serlo, pero no lo eran en su totalidad, además de que no permitían la salida a las personas que hubiera en su interior. Otros barcos ya habían chocado con icebergs o con otros obstáculos y habían conseguido llegar a puerto o al menos, salvar al pasaje y la tripulación en mucho menos tiempo. Pero apenas se habló de ellos.
En ambos, el escritor escribe también como marino, usando su experiencia naval para los razonamientos que por otra parte son de sentido común. Una de las ideas que expone es que «no se puede aumentar indefinidamente el grosor de baos y planchas. El enorme peso del buque es una desventaja añadida». Un simple aumento de tamaño no es progreso. Y añade, con ironía, que claro, «si hubiera sido más pequeño, quizás no hubiera dispuesto de café francés y de piscina». Otro argumento utilizado en la investigación era que la colisión, de haber sido frontal, no hubiera conllevado el hundimiento, haciendo recaer la culpa en el –fallecido-oficial de guardia que intentó esquivar el obstáculo. Conrad ironiza de nuevo, con la idea de que, según las nuevas y progresistas teorías náuticas, si algo se cruza en su rumbo, «embístanlo a toda máquina». Increíble. Por otra parte, estaba el factor humano: «todo el mundo a bordo viajaba con una sensación de seguridad falsa» dice Conrad. Estaban convencidos de que no era posible que se hundiera. Así que no se dieron prisa en moverse. No se lo creían. Los pasajeros no querían subirse a los botes, ¡vaya incomodidad! tan convencidos estaban de que aquella mole inmensa nunca se hundiría. El mar estaba en calma, hacía una noche espléndida y los músicos seguían tocando. Mientras, el gran titán se iba hundiendo.
Compara Conrad dos casos ocurridos anteriormente, el del Arizona, bastantes años atrás y el del Douro. El primero, de unas 5.000 toneladas y velocidad no más de 14 nudos, a pesar de haber colisionado, consiguió llegar a puerto y salvar pasaje y tripulación. Proporcionalmente era más resistente, más estable y mejor equipado que el Titanic. Y con una tripulación disciplinada que sabía manejar un barco.
El Douro no tuvo tanta suerte: era vanguardista para su época, y bien equipado, recorría la ruta de América del Sur. Había bruma y fuerte marejada, cuando fue embestido por otro buque cuando navegaba cerca de la costa española, con el pasaje al completo, ya de vuelta a casa: duró no más de veinte minutos. Sin embargo, todo el pasaje fue embarcado en botes salvavidas en tan breve tiempo, y serían unas trescientas personas. Sobrevivió el tercer oficial, encargado del embarque, y los marineros que tripulaban las lanchas. Capitán, oficiales y resto de tripulación se hundieron cumpliendo su deber. ¿Cuál era la diferencia?
Según Conrad, el Douro era un excelente buque gobernado, tripulado y equipado, no una suerte de «Ritz de los mares» sin marinos ni botes suficientes y con demasiados camareros y músicos. Y demasiado pasaje. El escritor opina que todo el montaje propagandístico que se hizo del Titanic fue una farsa: aquello no era un buque, era un hotel de lujo flotante, que además iba cargado hasta los topes de muchos más pasajeros (de segunda y tercera, inmigrantes en su mayoría) del que podía garantizar su evacuación. Un armatoste para impresionar a los grandes promotores, a importantes magnates de los negocios, para ―en palabras de Conrad―«satisfacer la vulgar demanda de unos pocos adinerados de un banal hotel de lujo, y porque un gran buque siempre resulta rentable de un modo u otro: en metálico o por su valor publicitario».
En suma, lo que el viejo Conrad ataca es la arrogancia, la ofensiva postura de superioridad bajo la que esconden el sentimiento de culpa. Y que toda la Investigación llevada a cabo fue una justificación, una lavada de cara, culpando a los muertos de algo que el sentido común, simplemente, debía haber previsto.
La edición de Gadir, en su colección Pequeña Biblioteca, está muy bien presentada y cuidada, incluyendo un mapa del recorrido, algunas fotografías del barco y un esquema de la distribución de las cubiertas.