Vivir en un determinado espacio conlleva asimilarlo a una época de tu vida. Si se ha vivido siempre en el mismo lugar y en la misma casa, lo cual ya va siendo cada vez más raro, uno debe de sentirse como absolutamente arraigado a la tierra, enraizado completamente, y la vida presenta una estructura lineal, al menos en cuanto al marco vital.
Si se ha cambiado de casa dentro de la misma población, ya podemos distinguir unas ciertas etapas y un cierto movimiento que nos independiza del puro espacio. Si le añadimos al cambio de casa un cambio de población, o incluso de país, la situación cambia en proporción a la lejanía y diferencias del lugar al que uno se muda. Cierto que somos los mismos vivamos donde vivamos... pero no del todo. Algo se queda atrás, en cada casa donde hemos vivido, algo parece morir en nosotros, al desaparecer junto al espacio físico. A veces no sólo es el espacio físico, sino los objetos que nos rodeaban, que abandonamos, porque están viejos, porque se rompen, porque los perdemos.
Las casas donde hemos vivido nos recuerdan también a las personas que han convivido con nosotros allí, las actividades que hemos desarrollado, las alegrías y las tristezas que hemos sentido. A veces, incluso desarrollamos un odio profundo a un lugar por un hecho concreto: una muerte, un accidente, una enfermedad, una separación. O sentimos dejar el lugar donde hemos sido más felices que en ninguna otra parte, pero por alguna razón importante tenemos que abandonarlo.
No necesariamente la casa ha de ser bonita, ni grande, ni luminosa, para que la amenos, o al contrario, para que la detestemos. Pero lo cierto es que un poquito de nosotros desaparece con cada casa que dejamos. Una parte de nuestra vida muere un poco al trasladarnos.
Los que por su trabajo han de cambiar muy a menudo de domicilio, supongo que llegan a acostumbrarse, se crean una especie de espacio mental que siempre les acompaña y que les inmuniza y les impide tomarle afecto a los sitios donde se ven obligados a vivir. Los estudiantes, cuando desarrollan sus estudios en ciudades distintas a su lugar de nacimiento, suelen cambiar de casa cada curso, y muchas veces de compañeros de piso. Y muchas veces recuerdan más a los compañeros que a las casas en sí. Aunque es distinto cuando su plan es volver a su ciudad natal, porque consideran como pasajeros esos años vividos fuera, y no se enraízan, sino que se mantienen fieles a su origen. A veces, los planes se truncan: descubren que les gusta más vivir allí, o se enamoran y quieren vivir con la persona amada, o les ofrecen un trabajo estupendo y deciden instalarse en función de eso. Pero finalmente, la historia personal, nuestra historia, va forjándose a base de saltos espaciales, de abandonos y adquisiciones.
La casa de la infancia, si se mantiene hasta la juventud, ya supone una primera etapa. En mi caso, no cambiamos de casa familiar hasta que tenía unos once años. Creo que coincidió con el paso de la escuela primaria a la secundaria. Y además, apenas si nos desplazamos, puesto que era la casa de al lado. Con lo que no supuso demasiadas diferencias, salvo una fundamental, para mí: tuve una habitación propia.
Mis recuerdos de la primera casa que conocí (y en la que nací, porque entonces nadie iba al hospital para hacer algo tan natural como nacer) se mantienen en una cierta nebulosa de la que surgen algunos flashes; me ayuda mirar las fotografías de la época, pero sólo en parte. Hay recuerdos que sabes que lo son porque te lo han contado muchas veces, otros porque las fotos te hacen recordar. Otros, no ligados a nadie salvo a uno mismo, incluso olvidando los detalles físicos del espacio, se presentan a nuestra mente como ligados a un sentimiento. Proust los ligaba incluso a un sabor, a un olor, a algo físico muy personal. Y es completamente cierto. Pero hay otros sentimientos, nada físicos, que también nos hacen recordar. Imágenes confusas, sensaciones placenteras, miedos, angustias, dolor. De aquellas primeras vivencias recuerdo oscuridades, y un olor muy fuerte a pimentón, canela y cominos: abajo de casa había un almacén. También recuerdo el olor a azahar, proveniente del huerto de naranjos y limoneros, y que cada primavera inundaba la casa.
3 comentarios:
Bella y certera reflexión, Ario.
Mi experiencia es un poco diferente, porque no suelo desarrollar una relación afectiva muy definida con la casa que habito cada vez. Sí lo hago, en cambio, con las ciudades en que he vivido; y son cuatro de ellas. Aunque las ciudades de mi país son bastante anodinas, al menos tienen algún sello particular; son distinguibles entre sí, justo como las sucesivas etapas de la vida. En mi caso, asocio estas etapas con las diversas ciudades. Además, acostumbraba hasta hace unos años ser un buen caminante, o sea que "aplanaba calles" como decimos por acá, y conservo un grato recuerdo de rutas y rincones, por así decir, asociados frecuentemente con personas y situaciones.
A veces me domina la nostalgia...
También yo he vivido en distintas ciudades, y es cierto que generas una relación con la ciudad, pero como soy muy casera, realizo gran parte de mi actividad entre paredes, pues para mí tiene más importancia la casa que la ciudad. Es más, la ciudad, cuantos más años paso en una parece que se me caiga encima, ¡jajaja!
Es muy cierto lo que dices de las casa es muy importante. No sé, algún día te enviaré una foto de donde no que quiero ir a vivir, y a veces pienso, que no me queda otra...en fin...
Un abrazo enorme!!
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