Me propusieron visitar un par de exposiciones artísticas y acepté, encantada, porque el arte es lo mío. Llegamos al Prado: y la cola para entrar ya doblaba la esquina del edificio. No te preocupes, me dijo mi amiga, va muy deprisa. Bueno, pues esperaremos. Y nos pusimos a charlar para amenizar un poco la espera; poco a poco íbamos avanzando. Las personas de la cola eran variopintas: desde múltiples turistas, nacionales y extranjeros, a familias con sus niñitos, jubilados venerables con su tarjeta para entrar gratis –alguna ventaja a de tener la edad-, en fin, un poco de todo. Por la puerta de los grupos, entraban hordas juveniles de estudiantes de secundaria, temibles, cubiertos de tatuajes, agujereados por los sitios más inverosímiles, en fin, y lo peor de todo, altamente sonoras. Los sufridos profesores-guardianes, con cara de abatimiento, aguantaban haciendo como que “esto no va conmigo” y tratando de pasar el trance lo mejor posible. Al fin y al cabo, entre soportarlos en clase y dejarlos corretear por el museo, la opción es evidente. Luego entraban grupos de jubilados al mando de la inevitable señora-del-paraguas-en-alto, con cara de cansados y pertrechados de bufandas, gorritos, bastones y guías.
Finalmente conseguimos llegar a la entrada: justo en ese momento los encargados de la puerta nos hacen el alto: hay que esperar, el cupo está lleno, han de salir algunos para que entremos nosotras. Vaya, ¡qué casualidad! Seguimos charlando, hasta que nos dejan pasar. Ah, pero hay que pasar el bolso por el escáner, y al pasar por el arco, a mi amiga empezaron a pitarle por todas partes...llevaba unas moneditas en el bolsillo. Pasamos un poco de bochorno, pero, bueno, ya estábamos dentro. A ver, ¿por dónde...? Por allí, a la derecha, y luego al fondo. Intentamos dejar nuestros abrigos, porque dentro hacía mucho calor y en la calle la temperatura se había puesto seria, así que buscamos la consigna...nada, no cabía ni un abrigo más. Caray, ¡pues si que hay gente hoy! Hale, a cargar con los abrigos y el gorrito ruso.
Al entrar ya a la exposición, observamos, como primera impresión, que aquello estaba más abarrotado que el metro en horas punta. ¡Dios, qué cruz!¡Y qué tufillo! ¿Es que no se lavan, algunos? Con lo que nos había costado llegar...y entrar. Nos armamos de valor y nos colocamos algo así como en cola para ir desfilando ante los cuadros. Lo peor es que la cola era algo irregular, la gente tanto avanzaba como retrocedía, había quienes se apalancaban delante de un cuadro y no se movían, dando explicaciones larguísimas a alguien al lado. Los cuadros, cuando conseguíamos verlos, eran magníficos. Llegar hasta los cartelitos donde figura el nombre, año y procedencia, eso era más complicado, pero si hacíamos acopio de paciencia, en algún momento se despejaba la cosa y podíamos acercarnos a los cartelitos, aunque el tamaño de letra era tan ínfimo, que realmente había que acercarse demasiado, y en seguida, la guardiana de turno nos llamaba la atención porque no podíamos situarnos más allá de la raya....¿Qué raya? La que hay marcada en el suelo, señora, hay que respetar las distancias...¡vaya por Dios! En fin, así fuimos dando tumbos, esquivando a los estudiantes, a los niños gorjeantes, a los olorosos... y la verdad es que había cuadros magníficos, era una exposición sobre Rembrandt y aunque algunos ya los conocíamos, por estar ya en El Prado y otros por haberlos visto en otro museos de Europa, siempre encontrábamos alguno desconocido que nos sorprendía agradablemente. Rembrandt tiene un encanto especial. Sus juegos de luz y de sombra, sus retratos, sus personajes bíblicos...Pero aquello se iba llenando más y más, según avanzaba la mañana; o dejaban entrar a demasiados o no se iban los que estaban dentro; el caso es que conseguimos acabar el recorrido, finalmente, y entonces tratamos de localizar los servicios, porque ya estábamos un tanto necesitadas. Pero no sé cómo se las arreglan en El Prado para cambiar de sitio todo, y cada vez que uno se ha aprendido un recorrido, resulta que a la vez siguiente ya te lo han cambiado y te pierdes. Lo que ocurrió, efectivamente. Volvimos a ver la familia de Carlos IV, las majas, las Meninas...¿Esto no estaba enfrente, el mes pasado? Nos perdimos tratando de encontrar los servicios, aunque, eso sí, encontramos una tienda estupenda, llena de objetos inimaginables, marcapáginas, calendarios, potes, bandejitas, magnetos,...y catálogos, claro. Insistimos en nuestra búsqueda y finalmente, en los sótanos, descubrimos una larguísima cola que llevaba a donde queríamos ir. Casualmente otras muchas personas querían ir al mismo lugar, con lo que la espera se nos hizo un tanto angustiosa.
Una vez satisfecha nuestra necesidad, nos lanzamos a la búsqueda de la otra exposición, esta vez de escultura, pero que estaba justo en la otra punta del museo. Tratamos de subir a un ascensor, pero después de una larga espera (ya empezábamos a cansarnos de tanto esperar), comprobamos que los ascensores no funcionaban o decididamente se habían quedado paralizados por alguna parte. Iniciamos el ascenso a pisos superiores. Cuando conseguimos encontrar la exposición de escultura, que era francamente muy bonita, ya estábamos para que nos llevaran en silla de ruedas. Pero nos animamos al ver tanta preciosidad junta: fondos de un museo austríaco y fondos del mismo Prado, que habían estado guardados, a la espera del momento de ser exhibidos. Atenea armada y vigilante, sereno Apolo, sonriente Dionisos, gesticulantes sátiros, bacantes en plena danza erótica y toda una serie de figuras clásicas deliciosas a la vista y cuya contemplación nos hacía olvidar nuestros rendidos cuerpos. Broncíneas cabezas sin cuerpo, marmóreos torsos sin cabeza, lánguidas figuras sin brazos, todos en un maravilloso equilibrio y armonía. Incluso algunos mármoles estaban casi completos: el maravilloso Diadúmeno, al que sólo le faltaba...una cierta protuberancia masculina, y una mano, y la Atenea, cuya cabeza con el casco presentaba un color diferente, y luego leímos que era de escayola, repuesta por el equipo de restauradores para que el efecto fuera más completo. De hecho, la cabeza original, en mármol, procedente de otro museo, estaba sobre su podio, un poco más lejos. En fin, cosas del paso del tiempo, que no respeta nada.
Allí había menos público, lo que era de agradecer. Claro que esto se modificó rápidamente: entró un colegio entero de uniformados, gritones, saltarines y dulces niños con las manos dispuestas a tocarlo todo, haciendo que los guardianes de sala volaran de una parte a otra tratando de impedir que los dulces infantes arrasaran la sala a su paso. Nosotras nos apartamos discretamente y les dejamos pasar, ya que mucho tiempo no estaban ante nada, con lo que al cabo de unos breves minutos la marabunta infantil siguió avanzando hacia otras salas. ¡Si lo pudiéramos ver todo antes de que entre el siguiente grupo..!.Vana ilusión. Toda una sección octogenaria de turistas germánicos entró con paso inseguro, siguiendo al guía, que iba recitándoles su lección en alemán, y a un tono ligeramente más alto del habitual, dada la edad y correspondiente dureza de oído de sus clientes.
Aquello ya acabó con nuestra resistencia moral, así que decidimos ir un poco más rápido y acabar cuanto antes, para reponer fuerzas en la cafetería y ya volvernos a casa, con las bellas imágenes en el recuerdo aunque bastante cansadas por el esfuerzo.
Finalmente conseguimos llegar a la entrada: justo en ese momento los encargados de la puerta nos hacen el alto: hay que esperar, el cupo está lleno, han de salir algunos para que entremos nosotras. Vaya, ¡qué casualidad! Seguimos charlando, hasta que nos dejan pasar. Ah, pero hay que pasar el bolso por el escáner, y al pasar por el arco, a mi amiga empezaron a pitarle por todas partes...llevaba unas moneditas en el bolsillo. Pasamos un poco de bochorno, pero, bueno, ya estábamos dentro. A ver, ¿por dónde...? Por allí, a la derecha, y luego al fondo. Intentamos dejar nuestros abrigos, porque dentro hacía mucho calor y en la calle la temperatura se había puesto seria, así que buscamos la consigna...nada, no cabía ni un abrigo más. Caray, ¡pues si que hay gente hoy! Hale, a cargar con los abrigos y el gorrito ruso.
Al entrar ya a la exposición, observamos, como primera impresión, que aquello estaba más abarrotado que el metro en horas punta. ¡Dios, qué cruz!¡Y qué tufillo! ¿Es que no se lavan, algunos? Con lo que nos había costado llegar...y entrar. Nos armamos de valor y nos colocamos algo así como en cola para ir desfilando ante los cuadros. Lo peor es que la cola era algo irregular, la gente tanto avanzaba como retrocedía, había quienes se apalancaban delante de un cuadro y no se movían, dando explicaciones larguísimas a alguien al lado. Los cuadros, cuando conseguíamos verlos, eran magníficos. Llegar hasta los cartelitos donde figura el nombre, año y procedencia, eso era más complicado, pero si hacíamos acopio de paciencia, en algún momento se despejaba la cosa y podíamos acercarnos a los cartelitos, aunque el tamaño de letra era tan ínfimo, que realmente había que acercarse demasiado, y en seguida, la guardiana de turno nos llamaba la atención porque no podíamos situarnos más allá de la raya....¿Qué raya? La que hay marcada en el suelo, señora, hay que respetar las distancias...¡vaya por Dios! En fin, así fuimos dando tumbos, esquivando a los estudiantes, a los niños gorjeantes, a los olorosos... y la verdad es que había cuadros magníficos, era una exposición sobre Rembrandt y aunque algunos ya los conocíamos, por estar ya en El Prado y otros por haberlos visto en otro museos de Europa, siempre encontrábamos alguno desconocido que nos sorprendía agradablemente. Rembrandt tiene un encanto especial. Sus juegos de luz y de sombra, sus retratos, sus personajes bíblicos...Pero aquello se iba llenando más y más, según avanzaba la mañana; o dejaban entrar a demasiados o no se iban los que estaban dentro; el caso es que conseguimos acabar el recorrido, finalmente, y entonces tratamos de localizar los servicios, porque ya estábamos un tanto necesitadas. Pero no sé cómo se las arreglan en El Prado para cambiar de sitio todo, y cada vez que uno se ha aprendido un recorrido, resulta que a la vez siguiente ya te lo han cambiado y te pierdes. Lo que ocurrió, efectivamente. Volvimos a ver la familia de Carlos IV, las majas, las Meninas...¿Esto no estaba enfrente, el mes pasado? Nos perdimos tratando de encontrar los servicios, aunque, eso sí, encontramos una tienda estupenda, llena de objetos inimaginables, marcapáginas, calendarios, potes, bandejitas, magnetos,...y catálogos, claro. Insistimos en nuestra búsqueda y finalmente, en los sótanos, descubrimos una larguísima cola que llevaba a donde queríamos ir. Casualmente otras muchas personas querían ir al mismo lugar, con lo que la espera se nos hizo un tanto angustiosa.
Una vez satisfecha nuestra necesidad, nos lanzamos a la búsqueda de la otra exposición, esta vez de escultura, pero que estaba justo en la otra punta del museo. Tratamos de subir a un ascensor, pero después de una larga espera (ya empezábamos a cansarnos de tanto esperar), comprobamos que los ascensores no funcionaban o decididamente se habían quedado paralizados por alguna parte. Iniciamos el ascenso a pisos superiores. Cuando conseguimos encontrar la exposición de escultura, que era francamente muy bonita, ya estábamos para que nos llevaran en silla de ruedas. Pero nos animamos al ver tanta preciosidad junta: fondos de un museo austríaco y fondos del mismo Prado, que habían estado guardados, a la espera del momento de ser exhibidos. Atenea armada y vigilante, sereno Apolo, sonriente Dionisos, gesticulantes sátiros, bacantes en plena danza erótica y toda una serie de figuras clásicas deliciosas a la vista y cuya contemplación nos hacía olvidar nuestros rendidos cuerpos. Broncíneas cabezas sin cuerpo, marmóreos torsos sin cabeza, lánguidas figuras sin brazos, todos en un maravilloso equilibrio y armonía. Incluso algunos mármoles estaban casi completos: el maravilloso Diadúmeno, al que sólo le faltaba...una cierta protuberancia masculina, y una mano, y la Atenea, cuya cabeza con el casco presentaba un color diferente, y luego leímos que era de escayola, repuesta por el equipo de restauradores para que el efecto fuera más completo. De hecho, la cabeza original, en mármol, procedente de otro museo, estaba sobre su podio, un poco más lejos. En fin, cosas del paso del tiempo, que no respeta nada.
Allí había menos público, lo que era de agradecer. Claro que esto se modificó rápidamente: entró un colegio entero de uniformados, gritones, saltarines y dulces niños con las manos dispuestas a tocarlo todo, haciendo que los guardianes de sala volaran de una parte a otra tratando de impedir que los dulces infantes arrasaran la sala a su paso. Nosotras nos apartamos discretamente y les dejamos pasar, ya que mucho tiempo no estaban ante nada, con lo que al cabo de unos breves minutos la marabunta infantil siguió avanzando hacia otras salas. ¡Si lo pudiéramos ver todo antes de que entre el siguiente grupo..!.Vana ilusión. Toda una sección octogenaria de turistas germánicos entró con paso inseguro, siguiendo al guía, que iba recitándoles su lección en alemán, y a un tono ligeramente más alto del habitual, dada la edad y correspondiente dureza de oído de sus clientes.
Aquello ya acabó con nuestra resistencia moral, así que decidimos ir un poco más rápido y acabar cuanto antes, para reponer fuerzas en la cafetería y ya volvernos a casa, con las bellas imágenes en el recuerdo aunque bastante cansadas por el esfuerzo.
2 comentarios:
Yo estuve en la exposición de Tiziano hace unos años y también tuve que hacer bastante cola aunque, me temo, no tanta como tú.
Me has dejado agotada sólo con leerte!!
Si, me temo que ha sido algo largo...Creo que aún soy novata en esto, y he de colgar textos más breves. Gracias por entrar, Pilar. Un abrazo!
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