THOMAS WOLFE
“Hay un gran silencio después de él.”F. Scott Fitzgerald
Thomas Clayton Wolfe (Asheville, Carolina del Norte, 1900 – Baltimore, Maryland, 1938) fue el octavo hijo de W.O. Wolfe, tallador de piedra, y Julia Westhall; a los seis años su madre se trasladó con él a otra vivienda que convirtió en casa de huéspedes, y el padre con el resto de hermanos siguió viviendo en la casa natal. Hizo sus estudios en la universidad de Carolina, y más tarde en Harvard. En el verano de 1925, viajó a Europa y comenzó a escribir su primera novela, Look Homeward, Angel (traducida en España como El ángel que nos mira), que se publicó en 1929. Wolfe tenía una tendencia a sobrepasarse en su escritura y alguien tenía que aligerar el texto, y la ayuda de Maxwell, su editor (y autor del prólogo del libro), fue crucial en la construcción de sus obras. Afortunadamente, lo que se cortaba de una obra aparecía en la siguiente, con lo que nada de lo que este prolífico autor escribía se perdía. Cuando estaba a punto de morir, Wolfe escribió a Maxwell una carta en la que reconocía lo valioso de su ayuda en el desarrollo de su obra.
Si cada familia es un mundo, y estamos acostumbrados a familias de dos o, como mucho, tres hijos, las familias numerosas son un universo polifónico. Habituados a cuartetos, ocho hijos, más los padres, constituyen toda una orquesta. Y si en una de esas familias hay un talento literario, encuentra materia para escribir largo y tendido. Es el caso de Thomas Wolfe. La corta vida de Wolfe ya es de por sí, suficiente material para la producción literaria. Con la inquietud en su largo cuerpo, Wolfe niño vagó por el país junto a su madre, que también era bastante itinerante. Posteriormente se desplazó solo, cuando inició sus estudios universitarios y después, ya lanzado de lleno a la literatura, y no contento con recorrerse su propio país, inició un periplo por el continente europeo, donde se enamoró de la inevitable mujer casada. Lo que le atrajo múltiples conflictos que también le dieron pie a más expansiones literarias. Su prematura muerte a los 38 años, truncó una prolífica carrera. “Llevaba enquistada en él la prueba del trágico defecto de los Gant: caminaba solo en la oscuridad, con la muerte y los ángeles oscuros cerniéndose sobre él, y nadie le veía”.
Look Homeward, Angel, que otros han traducido más apropiadamente Mira hacia el hogar, Ángel, (o Vigila nuestro hogar, ángel) es la primera parte de una serie de obras autobiográficas, desbordantes de emoción, cantidad de personajes, paisajes, ideas y pensamientos que Wolfe exudaba, más que escribía. Como una esponja había absorbido durante su corta vida cantidad de impresiones que llegado un momento comenzó a exteriorizar, por pura necesidad de espacio mental y emocional.
El ángel de piedra, como ángel de la guarda, siempre acompaña a la familia, pero hay otro ángel, aquel que dirige nuestras vidas: el ángel oscuro, que en nuestro interior nos acompaña por el camino que todos hemos de recorrer y a cuyo fin todos hemos de llegar.
Aunque su escritura es bastante lineal, es decir, no abundan los saltos hacia atrás en el tiempo, sus descripciones de determinados momentos le llevan páginas y páginas, en las que consigue que uno se sumerja dentro de la escena que se trata de desarrollar.. Y una vez que lo ha conseguido, simplemente pasa a otra cosa. Es algo a lo que estamos acostumbrados en el cine: una mirada de travelling que va mostrándonos todo aquello que el autor considera relevante para que nos hagamos una fehaciente idea de lo que hay. Y luego, corta el plano y pasa a otra acción, quizás unos días, unos meses más tarde. El relato funciona casi a tiempo real en muchos momentos, minuto a minuto, sensación a sensación, olores, imágenes, sueños... “Nosotros somos la suma de todos los momentos de nuestras vidas”.
La novela, que es una saga familiar en una pequeña ciudad montañesa de Carolina del Norte, Altamont, se divide en tres partes: la primera abarca desde sus orígenes paternos (los Gant) y maternos (los Pentland); la larga lista de nacimientos, hasta llegar a Eugene, el último de ocho hijos, en la enloquecida casa paterna de Woodson St., dominada por la formidable figura del padre, con sus terribles borracheras y repentinas desapariciones, con sus retornos, que solían generar un nuevo vástago; la escapada del padre a California y la fallida aventura de su madre, Eliza, en St. Louis y la muerte de su hermano Grover (“En la pequeña y malograda figura que yacía allí, recordó de pronto la afectuosa cara morena, los dulces ojos, que solían mirarle desde arriba..”), que hunde las ambiciones de la madre y la hace volver; el retorno al pueblo y los comienzos de la vida en Dixieland, la casa de huéspedes en donde la madre se instala con Eugene, su pequeño, y con Ben el solitario, hasta sus doce años, cuando conoce por primera vez el Sur y las costas de Florida. El padre, Oliver Gant, sigue en la vieja casa con su huerto y su taller de mármoles, al cuidado de su hija Helen y su hijo Luke. Ben, el gemelo superviviente, oscila entre una casa y otra, vagando en los amaneceres soñolientos y hablando con su ángel. “El mundo feliz no existe. El afán no tiene fin”.
La segunda, en la que desarrolla la fractura familiar, el comienzo de la guerra en Europa, la dispersión de los hijos, el casamiento de Daisy, los vagabundeos del conflictivo Stevie, que sigue la tendencia fluctuante de su padre; los trabajos de Ben y de Luke en el periódico, los intentos de Helen por abrirse camino como cantante y de despegarse de su amor al padre, y el complejo universo de Dixieland, por donde van pasando hijos y huéspedes a cual más extraño, los primeros estudios de Eugene en el colegio de los Leonard, su encuentro con la literatura y el misterio femenino; su amor por Louise, y finalmente su marcha a la universidad.“Sí, plantado por última vez junto a los ángeles del porche de su padre, le pareció como si la plaza estuviera ya lejana y perdida; o, diría yo, era como el hombre que se planta en el monte sobre la ciudad que ha dejado, pero no dice "La ciudad está cerca," sino que vuelve los ojos hacia la imponente cordillera lejana.”
Y por último, en la tercera, el verdadero despegue de Gene: la vida universitaria; el despertar al sexo; la verdadera soledad, la ruptura los lazos con su familia y a su lanzamiento a la literatura y a vida, dramáticamente, como si se tirase de cabeza a una piscina vacía. “No era un niño cuando reflexionaba, pero sí cuando soñaba, y era el niño soñador quien regía sus creencias. Quizás pertenecía a una raza humana más vieja y sencilla: la de los hacedores de mitos.” En esta última parte, la muerte de Ben, su hermano favorito, el gemelo sobreviviente, que en realidad es un muerto en vida, solo y errabundo, triste y desgraciado, es aún más conmovedora y curiosamente es un anticipo de la propia muerte de Wolfe. Parece increíble cómo pudo describir lo que años después vendría a sucederle a él. Wolfe le escribió a su hermana Mabel: “Creo que el Asheville que conocí murió cuando Ben murió. Nunca lo he olvidado y nunca lo olvidaré. Creo que su muerte me ha afectado más que cualquier otro evento de mi vida. . . . Ben—era una de esas grandes personas que quieren lo mejor y lo más elevado de la vida, y que no reciben nada—que mueren sin reconocimiento y sin éxito”.
El último y emotivo capítulo, la despedida de su ciudad natal y por ende, de su infancia, su conversación entre la penumbra del alba con el fantasma de su hermano desaparecido, mientras los ángeles de piedra vagan por el jardín, nos deja un regusto de melancolía y a la vez de esperanza. “Y los ángeles del porche de Gant se inmovilizaron en duro silencio marmóreo, y a lo lejos despertó la vida, y hubo ruido de ruedas ligeras y un lento repiqueteo de herraduras. Y oyó el silbato del tren gimiendo junto al río”. Toda una gran novela de iniciación, pero no sólo eso, sino un gran fresco de América, y a la vez, del Hombre y la Vida. Maxwell, en el prólogo, nos dice que Wolfe era por naturaleza un vagabundo, deseoso de ver toda clase de lugares, y sus moradas no eran más que sitios necesarios en los que no arraigaba nunca. Era América lo que más hondamente le preocupaba, y yo creo que nos la reveló como ningún otro escritor lo hiciera para la gente de su tiempo y para los escritores y artistas y poetas de mañana. Ciertamente, tenía algo que decirnos.
Si cada familia es un mundo, y estamos acostumbrados a familias de dos o, como mucho, tres hijos, las familias numerosas son un universo polifónico. Habituados a cuartetos, ocho hijos, más los padres, constituyen toda una orquesta. Y si en una de esas familias hay un talento literario, encuentra materia para escribir largo y tendido. Es el caso de Thomas Wolfe. La corta vida de Wolfe ya es de por sí, suficiente material para la producción literaria. Con la inquietud en su largo cuerpo, Wolfe niño vagó por el país junto a su madre, que también era bastante itinerante. Posteriormente se desplazó solo, cuando inició sus estudios universitarios y después, ya lanzado de lleno a la literatura, y no contento con recorrerse su propio país, inició un periplo por el continente europeo, donde se enamoró de la inevitable mujer casada. Lo que le atrajo múltiples conflictos que también le dieron pie a más expansiones literarias. Su prematura muerte a los 38 años, truncó una prolífica carrera. “Llevaba enquistada en él la prueba del trágico defecto de los Gant: caminaba solo en la oscuridad, con la muerte y los ángeles oscuros cerniéndose sobre él, y nadie le veía”.
Look Homeward, Angel, que otros han traducido más apropiadamente Mira hacia el hogar, Ángel, (o Vigila nuestro hogar, ángel) es la primera parte de una serie de obras autobiográficas, desbordantes de emoción, cantidad de personajes, paisajes, ideas y pensamientos que Wolfe exudaba, más que escribía. Como una esponja había absorbido durante su corta vida cantidad de impresiones que llegado un momento comenzó a exteriorizar, por pura necesidad de espacio mental y emocional.
El ángel de piedra, como ángel de la guarda, siempre acompaña a la familia, pero hay otro ángel, aquel que dirige nuestras vidas: el ángel oscuro, que en nuestro interior nos acompaña por el camino que todos hemos de recorrer y a cuyo fin todos hemos de llegar.
Aunque su escritura es bastante lineal, es decir, no abundan los saltos hacia atrás en el tiempo, sus descripciones de determinados momentos le llevan páginas y páginas, en las que consigue que uno se sumerja dentro de la escena que se trata de desarrollar.. Y una vez que lo ha conseguido, simplemente pasa a otra cosa. Es algo a lo que estamos acostumbrados en el cine: una mirada de travelling que va mostrándonos todo aquello que el autor considera relevante para que nos hagamos una fehaciente idea de lo que hay. Y luego, corta el plano y pasa a otra acción, quizás unos días, unos meses más tarde. El relato funciona casi a tiempo real en muchos momentos, minuto a minuto, sensación a sensación, olores, imágenes, sueños... “Nosotros somos la suma de todos los momentos de nuestras vidas”.
La novela, que es una saga familiar en una pequeña ciudad montañesa de Carolina del Norte, Altamont, se divide en tres partes: la primera abarca desde sus orígenes paternos (los Gant) y maternos (los Pentland); la larga lista de nacimientos, hasta llegar a Eugene, el último de ocho hijos, en la enloquecida casa paterna de Woodson St., dominada por la formidable figura del padre, con sus terribles borracheras y repentinas desapariciones, con sus retornos, que solían generar un nuevo vástago; la escapada del padre a California y la fallida aventura de su madre, Eliza, en St. Louis y la muerte de su hermano Grover (“En la pequeña y malograda figura que yacía allí, recordó de pronto la afectuosa cara morena, los dulces ojos, que solían mirarle desde arriba..”), que hunde las ambiciones de la madre y la hace volver; el retorno al pueblo y los comienzos de la vida en Dixieland, la casa de huéspedes en donde la madre se instala con Eugene, su pequeño, y con Ben el solitario, hasta sus doce años, cuando conoce por primera vez el Sur y las costas de Florida. El padre, Oliver Gant, sigue en la vieja casa con su huerto y su taller de mármoles, al cuidado de su hija Helen y su hijo Luke. Ben, el gemelo superviviente, oscila entre una casa y otra, vagando en los amaneceres soñolientos y hablando con su ángel. “El mundo feliz no existe. El afán no tiene fin”.
La segunda, en la que desarrolla la fractura familiar, el comienzo de la guerra en Europa, la dispersión de los hijos, el casamiento de Daisy, los vagabundeos del conflictivo Stevie, que sigue la tendencia fluctuante de su padre; los trabajos de Ben y de Luke en el periódico, los intentos de Helen por abrirse camino como cantante y de despegarse de su amor al padre, y el complejo universo de Dixieland, por donde van pasando hijos y huéspedes a cual más extraño, los primeros estudios de Eugene en el colegio de los Leonard, su encuentro con la literatura y el misterio femenino; su amor por Louise, y finalmente su marcha a la universidad.“Sí, plantado por última vez junto a los ángeles del porche de su padre, le pareció como si la plaza estuviera ya lejana y perdida; o, diría yo, era como el hombre que se planta en el monte sobre la ciudad que ha dejado, pero no dice "La ciudad está cerca," sino que vuelve los ojos hacia la imponente cordillera lejana.”
Y por último, en la tercera, el verdadero despegue de Gene: la vida universitaria; el despertar al sexo; la verdadera soledad, la ruptura los lazos con su familia y a su lanzamiento a la literatura y a vida, dramáticamente, como si se tirase de cabeza a una piscina vacía. “No era un niño cuando reflexionaba, pero sí cuando soñaba, y era el niño soñador quien regía sus creencias. Quizás pertenecía a una raza humana más vieja y sencilla: la de los hacedores de mitos.” En esta última parte, la muerte de Ben, su hermano favorito, el gemelo sobreviviente, que en realidad es un muerto en vida, solo y errabundo, triste y desgraciado, es aún más conmovedora y curiosamente es un anticipo de la propia muerte de Wolfe. Parece increíble cómo pudo describir lo que años después vendría a sucederle a él. Wolfe le escribió a su hermana Mabel: “Creo que el Asheville que conocí murió cuando Ben murió. Nunca lo he olvidado y nunca lo olvidaré. Creo que su muerte me ha afectado más que cualquier otro evento de mi vida. . . . Ben—era una de esas grandes personas que quieren lo mejor y lo más elevado de la vida, y que no reciben nada—que mueren sin reconocimiento y sin éxito”.
El último y emotivo capítulo, la despedida de su ciudad natal y por ende, de su infancia, su conversación entre la penumbra del alba con el fantasma de su hermano desaparecido, mientras los ángeles de piedra vagan por el jardín, nos deja un regusto de melancolía y a la vez de esperanza. “Y los ángeles del porche de Gant se inmovilizaron en duro silencio marmóreo, y a lo lejos despertó la vida, y hubo ruido de ruedas ligeras y un lento repiqueteo de herraduras. Y oyó el silbato del tren gimiendo junto al río”. Toda una gran novela de iniciación, pero no sólo eso, sino un gran fresco de América, y a la vez, del Hombre y la Vida. Maxwell, en el prólogo, nos dice que Wolfe era por naturaleza un vagabundo, deseoso de ver toda clase de lugares, y sus moradas no eran más que sitios necesarios en los que no arraigaba nunca. Era América lo que más hondamente le preocupaba, y yo creo que nos la reveló como ningún otro escritor lo hiciera para la gente de su tiempo y para los escritores y artistas y poetas de mañana. Ciertamente, tenía algo que decirnos.