The star witness (1931), traducida como El testigo, es una espléndida película de William Wild Wellman, con guión de Lucien Hubbard, b/n, de 68 min. de duración, y producida por la Warner. Walter Huston en el papel de fiscal Whitlock, un genial Nat Pendleton como el abuelo Henchman Big Jack, y unos simpáticos niños, sobre todo el encantador Dicki Moore, en el papel del benjamín de la familia Leeds, siempre pensando en alubias, siempre hambriento.
La película, que podría clasificarse a primera vista como cine de gángsters, es mucho más que eso. En un tono amable y casi de comedia, nos muestra a una familia media americana, madre ama de casa hacendosa, honrado padre contable en una empresa donde también trabaja la hija mayor, enamoradiza y voluble; hijo mayor que ha dejado los estudios y pierde un poco el tiempo sin decidirse a trabajar, y los dos pequeños, Donny, aficionado al beisbol, y Ned, el chiquitín, interesado por todo, principalmente por la comida y los pasteles de chocolate.
El primer trastorno a una habitual reunión familiar en torno a la comida, lo produce la llegada, precedida del sonido de una flauta casera, del abuelo materno: un entrañable Nat Pendleton, de piernas arqueadas, barba a lo Lincoln, con el sombrero y los aires de recién llegado de la guerra civil, tocando el flautín y algo más aficionado al alcohol de lo que debiera. Saludado con efusión por los más pequeños y con resignación por el resto de la familia, a la que le esperan dos días de aguantar abuelo, que normalmente reside en un hogar de ancianos, veteranos combatientes.
En pocos planos nos hacemos cargo de la situación: el abuelo contando sus batallitas, los jóvenes discutiendo con los padres, y los niños comiendo y pidiendo historias al abuelo. Papá y mamá Leeds se miran, algo angustiados. Todo muy normal, absolutamente cotidiano: conflicto de generaciones: la familia.
Pero en este pequeño universo irrumpe la realidad exterior, un universo mucho más brutal y feroz: son los años treinta, impera el crimen en la ciudad; en la calle se produce un tiroteo, un choque de coches, gritos, el caos. La policía persiguiendo unos gángsters, y el asesinato de un policía en la refriega. Toda la familia observa desde las ventanas, aterrorizada. En su huída, los gángsters se introducen, justamente, en la casa de los Leeds, a los que únicamente el abuelo, creyéndose en Gettysburg, les planta cara y es derribado. Los demás, son conminados al silencio, los bandidos huyen por la puerta trasera, pero el capo, Maxey Campo es detenido, aunque su banda escapa. Cuando llega la policía les conminan a que testifiquen contra el mafioso delincuente.
La familia, ingenua e indignada por el sobresalto sufrido, está inmediatamente decidida a testificar: sí, lo han visto con sus propios ojos; es un delincuente y hay que encarcelarlo para que no siga asesinando ni atemorizando a la población. Es gentuza, y su sitio es la cárcel.
Pero surge un problema: la banda de Maxey, decidida a impedir que testifiquen contra él, lo primero que hace es atizarle una paliza brutal al sorprendido e ingenuo señor Leeds, cuando sale de su trabajo; secuencia en la que las imágenes son de una violencia tremenda, para la época. A pesar de todo, los Leeds, insisten, aún más indignados, en testificar. Son recluidos en su casa y sometidos a una vigilancia exhaustiva, lo que origina una incomodidad y protestas por parte de la familia, a la que ya de por si, le perturba mantenerse tanto tiempo juntos y encerrados.
Empiezan a flojear, y el fiscal Whitlock, a su vez, les somete a una fuerte presión psicológica: ha muerto un policía, esto no puede quedar así, hay que condenar a Maxey Campo como sea. Pero el hogar de los Leeds se convierte en un infierno: el padre en cama, lleno de vendas y apósitos; la hija yendo con escolta al trabajo; el hijo mayor sin poder salir, harto de revistas y de pasar el rato de charla con sus guardianes; el abuelo jugando con los nietos y tocando el flautín hasta exasperarlos; el chico menor, empeñado en jugar su partido de beisbol...y la madre atendiendo a todos sin saber cómo calmarlos.
Así que tenemos ya un hogar destrozado por la violencia que ha irrumpido por partida doble: los gángsters, por una parte, y los policías, por otra, ambos sometiéndoles a un fuerte marcaje.
El golpe de gracia ocurre cuando, obsesionado con su partido de beisbol, Donny se escabulle para ir a jugar con su equipo. Inmediatamente es raptado por la banda de Maxey y se desata el caos. La familia se viene abajo: como una piña, se olvidan del gángster y lo único que quieren es tener a Donny en casa. Salvo el abuelo, que, en pie de guerra, no olvida: quiere a su nieto, pero aún más quiere castigar al malvado y luchar contra el mal que asola la ciudad; hoy somos nosotros, mañana serán otros los atacados: hay que arrancar la raíz. ¿Para esto hemos luchado?, se pregunta. Se produce el eterno conflicto: la familia o el Estado. El bien individual o el bien colectivo. La decisión de Antígona: Polinices o Tebas.
La familia elige a Donny, y se niegan a declarar. Pero no el abuelo, símbolo de un mundo ya en desuso, de un pasado viviente, la defensa de los ideales de la Nación Americana en sus orígenes lincolnianos, frente a la vida cotidiana de las familias medias americanas, concentrada en sus negocios, defendiendo sus asuntos privados, su libertad, la no injerencia de extraños, la defensa de su hogar frente a las presiones de la sociedad.
Sin embargo, el fiscal duda de la fiabilidad del abuelo, Big Jack es demasiado aficionado a la bebida, sus ojos no ven muy bien, es un viejo: no sirve. Y recae sobre la familia una fortísima presión, brutalmente expresada: de todas maneras el chico va a morir, ¡testifiquen! Mientras esto ocurre, Wellman nos muestra una secuencia con los secuestradores del chico, tratándolo brutalmente, y nos damos cuenta de que realmente el chico puede morir, va a morir, es un peón más del juego. Lo que parecía una amable comedia familiar, una de tantas escenas cotidianas de la vida americana, se convierte en una situación terriblemente actual, universal: el conflicto entre el individuo y la sociedad, entre el bien privado y el mal público.
La película, que podría clasificarse a primera vista como cine de gángsters, es mucho más que eso. En un tono amable y casi de comedia, nos muestra a una familia media americana, madre ama de casa hacendosa, honrado padre contable en una empresa donde también trabaja la hija mayor, enamoradiza y voluble; hijo mayor que ha dejado los estudios y pierde un poco el tiempo sin decidirse a trabajar, y los dos pequeños, Donny, aficionado al beisbol, y Ned, el chiquitín, interesado por todo, principalmente por la comida y los pasteles de chocolate.
El primer trastorno a una habitual reunión familiar en torno a la comida, lo produce la llegada, precedida del sonido de una flauta casera, del abuelo materno: un entrañable Nat Pendleton, de piernas arqueadas, barba a lo Lincoln, con el sombrero y los aires de recién llegado de la guerra civil, tocando el flautín y algo más aficionado al alcohol de lo que debiera. Saludado con efusión por los más pequeños y con resignación por el resto de la familia, a la que le esperan dos días de aguantar abuelo, que normalmente reside en un hogar de ancianos, veteranos combatientes.
En pocos planos nos hacemos cargo de la situación: el abuelo contando sus batallitas, los jóvenes discutiendo con los padres, y los niños comiendo y pidiendo historias al abuelo. Papá y mamá Leeds se miran, algo angustiados. Todo muy normal, absolutamente cotidiano: conflicto de generaciones: la familia.
Pero en este pequeño universo irrumpe la realidad exterior, un universo mucho más brutal y feroz: son los años treinta, impera el crimen en la ciudad; en la calle se produce un tiroteo, un choque de coches, gritos, el caos. La policía persiguiendo unos gángsters, y el asesinato de un policía en la refriega. Toda la familia observa desde las ventanas, aterrorizada. En su huída, los gángsters se introducen, justamente, en la casa de los Leeds, a los que únicamente el abuelo, creyéndose en Gettysburg, les planta cara y es derribado. Los demás, son conminados al silencio, los bandidos huyen por la puerta trasera, pero el capo, Maxey Campo es detenido, aunque su banda escapa. Cuando llega la policía les conminan a que testifiquen contra el mafioso delincuente.
La familia, ingenua e indignada por el sobresalto sufrido, está inmediatamente decidida a testificar: sí, lo han visto con sus propios ojos; es un delincuente y hay que encarcelarlo para que no siga asesinando ni atemorizando a la población. Es gentuza, y su sitio es la cárcel.
Pero surge un problema: la banda de Maxey, decidida a impedir que testifiquen contra él, lo primero que hace es atizarle una paliza brutal al sorprendido e ingenuo señor Leeds, cuando sale de su trabajo; secuencia en la que las imágenes son de una violencia tremenda, para la época. A pesar de todo, los Leeds, insisten, aún más indignados, en testificar. Son recluidos en su casa y sometidos a una vigilancia exhaustiva, lo que origina una incomodidad y protestas por parte de la familia, a la que ya de por si, le perturba mantenerse tanto tiempo juntos y encerrados.
Empiezan a flojear, y el fiscal Whitlock, a su vez, les somete a una fuerte presión psicológica: ha muerto un policía, esto no puede quedar así, hay que condenar a Maxey Campo como sea. Pero el hogar de los Leeds se convierte en un infierno: el padre en cama, lleno de vendas y apósitos; la hija yendo con escolta al trabajo; el hijo mayor sin poder salir, harto de revistas y de pasar el rato de charla con sus guardianes; el abuelo jugando con los nietos y tocando el flautín hasta exasperarlos; el chico menor, empeñado en jugar su partido de beisbol...y la madre atendiendo a todos sin saber cómo calmarlos.
Así que tenemos ya un hogar destrozado por la violencia que ha irrumpido por partida doble: los gángsters, por una parte, y los policías, por otra, ambos sometiéndoles a un fuerte marcaje.
El golpe de gracia ocurre cuando, obsesionado con su partido de beisbol, Donny se escabulle para ir a jugar con su equipo. Inmediatamente es raptado por la banda de Maxey y se desata el caos. La familia se viene abajo: como una piña, se olvidan del gángster y lo único que quieren es tener a Donny en casa. Salvo el abuelo, que, en pie de guerra, no olvida: quiere a su nieto, pero aún más quiere castigar al malvado y luchar contra el mal que asola la ciudad; hoy somos nosotros, mañana serán otros los atacados: hay que arrancar la raíz. ¿Para esto hemos luchado?, se pregunta. Se produce el eterno conflicto: la familia o el Estado. El bien individual o el bien colectivo. La decisión de Antígona: Polinices o Tebas.
La familia elige a Donny, y se niegan a declarar. Pero no el abuelo, símbolo de un mundo ya en desuso, de un pasado viviente, la defensa de los ideales de la Nación Americana en sus orígenes lincolnianos, frente a la vida cotidiana de las familias medias americanas, concentrada en sus negocios, defendiendo sus asuntos privados, su libertad, la no injerencia de extraños, la defensa de su hogar frente a las presiones de la sociedad.
Sin embargo, el fiscal duda de la fiabilidad del abuelo, Big Jack es demasiado aficionado a la bebida, sus ojos no ven muy bien, es un viejo: no sirve. Y recae sobre la familia una fortísima presión, brutalmente expresada: de todas maneras el chico va a morir, ¡testifiquen! Mientras esto ocurre, Wellman nos muestra una secuencia con los secuestradores del chico, tratándolo brutalmente, y nos damos cuenta de que realmente el chico puede morir, va a morir, es un peón más del juego. Lo que parecía una amable comedia familiar, una de tantas escenas cotidianas de la vida americana, se convierte en una situación terriblemente actual, universal: el conflicto entre el individuo y la sociedad, entre el bien privado y el mal público.
La salida del conflicto viene de la mano de la vieja América: el abuelo decide actuar por su cuenta, al más puro espíritu pionero americano, y al conocer la zona aproximada donde tienen al chico secuestrado, callejea haciendo sonar su flautín, para que su sonido llegue, liberador, hasta su nieto y pueda reconocerle. Un plano resulta muy ilustrativo: cuando le dan una moneda creyendo que es un indigente que pide limosna con su flauta. Es considerado un outsider, un marginado, pero él continúa su búsqueda. Finalmente el chico, que está jugueteando con su bola de béisbol, mientras charla de tácticas con uno de sus secuestradores algo más humanizado, escucha el flautín e inmediatamente lanza la bola, que lleva sus iniciales. El abuelo la reconoce, acude la policía, se produce un caos porque nadie le cree –es un viejo borracho- y finalmente el chico es rescatado, la familia testifica y el gángster es condenado.
Todo vuelve a su lugar natural, finalmente. Los últimos planos, con el viejo Big Jack de regreso a su residencia de ancianos, retornando a su mundo de viejos, a la América profunda y al olvido. Perfecta imagen de cómo funcionan las cosas.
3 comentarios:
Un grandísimo director con obras tan importantes como "Incidente en Ox-Bow" o "El Enemigo Público". Esta que comentas no la he visto y dejado de leer tu post a la mitad porque me temo que la ibas a contar entera. Lo que apuntabas me parecía cercano a otras películas de gangster con acoso a personas o familias como "El Bosque petrificado", "Kayo Largo", "Horas desesperadas", etc. La apunto porque además me gusta especialmente Walter Huston.
Saludos!
Hola, Ethan! Oye efectivamente, la cuento entera; pero cuento con que la ha visto alguien o que no la van a ver nunca, es muy difícil de encontrar. La peli es perfecta, redonda. No dejes de verla y luego, me lees. Pero no es una peli de intriga, ni de supense, por eso la he contado hasta el final; justo el final es absolutamente remarcable.
Las "lecciones" de la peli son varias, yo me quedo con el abuelo, representación de la vejez y lo que con ella hacemos en esta sociedad, pero también de otro puñado de desheredados y marginados de todo tipo e, incluso de ciudadanos normales y corrientes que, en ocasiones concretas, se comportan como verdaderos héroes, sin que nadie se lo reconozca.
Publicar un comentario