EMILY DICKINSON
Ilustraciones Kike de la Rubia
Trad.: Enrique Goicolea
Nórdica Libros, 2012
No es que morir nos duela tanto.
Es vivir lo que más nos duele.
(335)
Veintisiete
bellísimos poemas de la poetisa de Massachussets, ilustrados con gran fortuna por Kike de la Rubia, nos presenta la
Editorial Nórdica en una edición bilingüe, lo cual añade otro acierto más al
conjunto.
Emily Dickinson (Amherst, 1830-1886)
fue una poetisa nortemericana, cuya vida y obra pasaron desapercibidas en su
momento. Hija de Edward Dickinson,
abogado y diputado por Massachussets, tenía dos hermanos: William Austin
y Lavinia. El ambiente familiar era fuertemente puritano y religioso. Sólo
póstumamente (salvo tres poemas publicados sin su firma y otro sin su
conocimiento) se publicó su obra, compuesta principalmente por poesía y cartas.
Reconcentrada en su espacio interior, escribió para sí misma, por lo que a
veces sus poemas son un tanto enigmáticos u oscuros, puesto que sólo ella conocía
las claves de su misterio. La naturaleza, las íntimas emociones y pensamientos,
la vida y la muerte, constituyen el mundo de esta escritora que si bien se
nutrió por medio de la lectura de los clásicos y los poetas contemporáneos, conoció muy temprano la obra de Emerson.
También leyó a Thoreau, a Hawthorne y a Beecher Stowe.
Manifestaba una
especial sensibilidad que le hacía comunicarse con lo etéreo, con el mundo
natural que la rodeaba, transmitiéndonos unas sensaciones a veces tristes, a
veces entrañables, a veces de un disfrute inmenso. Escribía sus poesías, y
cosía las hojas en lo que llamaba sus «fascículos», con hilo blanco, «Ésta es
mi carta al mundo ―decía― que nunca me escribe» Aquellas «cartas» no pedían
respuesta, en realidad. Las lanzaba al viento. Tenía contacto solamente con
unos pocos amigos, como el escritor Samuel Boswell, con quien mantuvo larga
correspondencia. A los treinta años su alejamiento del mundo era ya absoluto,
vivía como una anacoreta, enclaustrada en la casa familiar, dedicada a las
ocupaciones domésticas y a escribir apuntes
y versos que guardaba en cajones. Incluso pasaba temporadas sin salir siquiera
del dormitorio. Solo vestía de blanco; Natalia Ginzburg cuenta de una visita
que hizo a la casa-museo de la poetisa, y lo que vio fue una triste y austera
habitación, un vestido blanco y una manta que usaba para las rodillas mientras
escribía. Eso sí, rodeada de inmensos campos y bosques.
La vida de esta
mujer no pudo ser más prosaica, y sin embargo, absorbió toda la poesía vital en
kilómetros a la redonda, para expresarla en sus delicados poemas. Sólo visitó
Washington y Filadelfia una vez, algunas veces Boston, por cuestiones de
enfermedad; conoció y al parecer tuvo dos inclinaciones amorosas; en primer lugar
su preceptor, B.F. Newton, que trabajaba para su padre y vivió en familia con
los Dickinson, durante dos años,
muriendo después de tuberculosis; y en segundo lugar, al reverendo Wadsworth, al que apenas vio
tres o cuatro veces en veinte años. Ambos fueron amores completamente castos.
El resto, como
comenta Ginzburg, Amherst y sólo Amherst. La vida doméstica, los amigos y
vecinos, bodas, nacimientos y muertes. Una solterona que escribe. Relaciones
complicadas con sus hermanos y cuñada. Busca la soledad, se siente cómoda en ella, aunque también desee
la conversación con un alma gemela. En algún momento debió sentir que quizás
estaba lanzando sus poemas al viento, como se intuye en este texto:
Cuántas flores mueren en el bosque
O se marchitan en la colina
Sin el privilegio de saber
Que son hermosas!
¡Cuántas entregan su anónima
semilla
A una brisa cualquiera,
Ignorantes del cargamento
escarlata
Que a otros ojos lleva!
(Poema 404)
Borges dijo de
ella: «No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y solitaria que la de esa
mujer. Prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y tenerlo». La escritura que
salía de su mano era melódica pero
concisa: despojada de palabras superfluas y buscando nuevos ritmos. Su poesía
fue derivando hacia lo intelectual, sin perder un ápice de sensibilidad.
Buenos días, Medianoche.
Vengo a casa.
El Día se cansó de mí.
¿Cómo podría yo cansarme de
él?
La Luz del Sol era un lugar
placentero.
Yo quería quedarme,
Pero el Día ya no me quiere.
Así que, ¡Buenas noches, Día!
(Poema 425, selección)
En cuanto a las
ilustraciones, que conforman el libro integrándose perfectamente con los
textos, hay que destacar la delicadeza de las imágenes, acuareladas, con
motivos de prados, bosques, pequeños caseríos,
e interiores con ventanas por donde el viento y las aves entran y la
mirada se aleja mientras el cuerpo
permanece. Kike de la Rubia
(Madrid, 1980) ha trabajado en el campo
de la arquitectura, la fotografía, la escenografía y finalmente la ilustración.
En suma, una
espléndida edición por la que felicitamos a Nordica Libros.
http://www.elplacerdelalectura.com/2012/04/el-viento-comenzo-mecer-la-hierba-emily.html