11/5/12

POESÍA



EL VIENTO COMENZÓ A MECER LA HIERBA

EMILY DICKINSON

Ilustraciones Kike de la Rubia
Trad.: Enrique Goicolea
Nórdica Libros, 2012

No es que morir nos duela tanto.
Es vivir lo que más nos duele.
(335)
  

Veintisiete bellísimos poemas de la poetisa de Massachussets,  ilustrados con gran fortuna  por Kike de la Rubia, nos presenta la Editorial Nórdica en una edición bilingüe, lo cual añade otro acierto más al conjunto.
Emily Dickinson (Amherst, 1830-1886) fue una poetisa nortemericana, cuya vida y obra pasaron desapercibidas en su momento. Hija de Edward Dickinson,  abogado y diputado por Massachussets, tenía dos hermanos: William Austin y Lavinia. El ambiente familiar era fuertemente puritano y religioso. Sólo póstumamente (salvo tres poemas publicados sin su firma y otro sin su conocimiento) se publicó su obra, compuesta principalmente por poesía y cartas. Reconcentrada en su espacio interior, escribió para sí misma, por lo que a veces sus poemas son un tanto enigmáticos u oscuros, puesto que sólo ella conocía las claves de su misterio. La naturaleza, las íntimas emociones y pensamientos, la vida y la muerte, constituyen el mundo de esta escritora que si bien se nutrió por medio de la lectura de los clásicos y los poetas contemporáneos, conoció muy temprano la obra de Emerson. También leyó a Thoreau, a Hawthorne y a Beecher Stowe.

Manifestaba una especial sensibilidad que le hacía comunicarse con lo etéreo, con el mundo natural que la rodeaba, transmitiéndonos unas sensaciones a veces tristes, a veces entrañables, a veces de un disfrute inmenso. Escribía sus poesías, y cosía las hojas en lo que llamaba sus «fascículos», con hilo blanco, «Ésta es mi carta al mundo ―decía― que nunca me escribe» Aquellas «cartas» no pedían respuesta, en realidad. Las lanzaba al viento. Tenía contacto solamente con unos pocos amigos, como el escritor Samuel Boswell, con quien mantuvo larga correspondencia. A los treinta años su alejamiento del mundo era ya absoluto, vivía como una anacoreta, enclaustrada en la casa familiar, dedicada a las ocupaciones domésticas y  a escribir apuntes y versos que guardaba en cajones.  Incluso pasaba temporadas sin salir siquiera del dormitorio. Solo vestía de blanco; Natalia Ginzburg cuenta de una visita que hizo a la casa-museo de la poetisa, y lo que vio fue una triste y austera habitación, un vestido blanco y una manta que usaba para las rodillas mientras escribía. Eso sí, rodeada de inmensos campos y bosques.
La vida de esta mujer no pudo ser más prosaica, y sin embargo, absorbió toda la poesía vital en kilómetros a la redonda, para expresarla en sus delicados poemas. Sólo visitó Washington y Filadelfia una vez, algunas veces Boston, por cuestiones de enfermedad; conoció y al parecer tuvo dos inclinaciones amorosas; en primer lugar su preceptor, B.F. Newton, que trabajaba para su padre y vivió en familia con los Dickinson,  durante dos años, muriendo después de tuberculosis; y en segundo lugar,  al reverendo Wadsworth, al que apenas vio tres o cuatro veces en veinte años. Ambos fueron amores completamente castos.
El resto, como comenta Ginzburg, Amherst y sólo Amherst. La vida doméstica, los amigos y vecinos, bodas, nacimientos y muertes. Una solterona que escribe. Relaciones complicadas con sus hermanos y cuñada. Busca la soledad,  se siente cómoda en ella, aunque también desee la conversación con un alma gemela. En algún momento debió sentir que quizás estaba lanzando sus poemas al viento, como se intuye en este texto:
Cuántas flores  mueren en el bosque
O se marchitan en la colina
Sin el privilegio de saber
Que son hermosas!

¡Cuántas entregan su anónima semilla
A una brisa cualquiera,
Ignorantes del cargamento escarlata
Que a otros ojos lleva!

(Poema 404)

Borges dijo de ella: «No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y solitaria que la de esa mujer. Prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y tenerlo». La escritura que salía de su mano era melódica  pero concisa: despojada de palabras superfluas y buscando nuevos ritmos. Su poesía fue derivando hacia lo intelectual, sin perder un ápice de sensibilidad.

Buenos días, Medianoche.
Vengo a casa.
El Día se cansó de mí.
¿Cómo podría yo cansarme de él?

La Luz del Sol era un lugar placentero.
Yo quería quedarme,
Pero el Día ya no me quiere.
Así que, ¡Buenas noches, Día!

(Poema 425, selección)


En cuanto a las ilustraciones, que conforman el libro integrándose perfectamente con los textos, hay que destacar la delicadeza de las imágenes, acuareladas, con motivos de prados, bosques, pequeños caseríos,  e interiores con ventanas por donde el viento y las aves entran y la mirada se aleja mientras el cuerpo  permanece. Kike de la Rubia (Madrid, 1980)  ha trabajado en el campo de la arquitectura, la fotografía, la escenografía y finalmente la ilustración.
En suma, una espléndida edición por la que felicitamos a Nordica Libros.

Reseñado en:

http://www.elplacerdelalectura.com/2012/04/el-viento-comenzo-mecer-la-hierba-emily.html

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