26/5/10

HOMER&LANGLEY / DOCTOROW




Reseña publicada previamente en: http://libros2.ciberanika.com/desktopdefault.aspx?pagina=%7E/letras/d/P05454.ascx

BOUVARD & PECUCHET EN LA QUINTA AVENIDA.

Edgar Lawrence Doctorow (Bronx, Nueva York, 1931) es un escritor norteamericano, de origen judío y ruso, en tercera generación. Autor de varias novelas aclamadas por la crítica especializada, en las cuales mezcla historia y crítica social. Ragtime fue su primer gran éxito, llevado al cine posteriormente. Recibió en 1998 la National Humanities Medal. A partir del 52 impartió clases en la Columbia University. Fue editor de la New American Library y de la Dial Press en los 60. Desde 2006 ocupa la plaza Glucksman Chair de Letras Estadounidenses en la Universidad de Nueva York. Doctorow es un autor muy lúcido, cuya mirada sobre Nueva York y por ende, sobre América, es interesante de seguir.
En este caso, el autor se apoya en un hecho ocurrido durante su infancia en su ciudad. En 1947 se descubrieron un par de cadáveres aplastados bajo una montaña de todo tipo de objetos inverosímiles, convertidos en basura por el paso del tiempo y el almacenamiento, todo ello ocupando el interior de lo que fue en su momento una gran mansión de la Quinta Avenida de Nueva York. Los cadáveres pertenecían a los dos hermanos Collyer, uno de ellos ciego, los últimos vástagos de una potentada familia, cuyos padres, un conocido ginecólogo y una cantante de ópera, murieron en la primera juventud de los hijos, que quedaron solos en la gran casa familiar, a cargo de la servidumbre, que poco a poco fue desapareciendo, hasta que finalmente los hermanos se apañaron solos por completo pero a la vez, rotos sus contactos con el mundo exterior, se atrincheraron en su mansión, hasta su definitivo final.
Doctorow utiliza esta historia, que por si ya tiene un cariz legendario, como una metáfora de la historia del siglo XX.
La novela, con la prosa ágil y amena de Doctorow, se lee de un tirón. Redactada en primera persona, se nos presenta como una suerte de diario o memorias de Homer, el hermano ciego –como no podría ser de otro modo-, que nos cuenta el origen del estado en que se encuentran él y su hermano Langley y el proceso por el cual llegaron a ello: ese proceso incluye, de modo indirecto, el desarrollo que siguió América a lo largo de casi un siglo: desde 1909 hasta los años ochenta. Así, aunque el autor se apropia de unos hechos que realmente sucedieron, su reconstrucción es fabulosa, modificando los años para hacer coincidir la historia con las distintas fases de la política y la sociedad americana y neoyorkina: por los distintos objetos que el obsesivo y gaseado Langley va trayendo a casa, como una urraca, seguimos la evolución del mercado: desde el material desechado de la primera guerra y la segunda mundial, las máquinas de escribir Remington y Underwood, el viejo Ford T, los primeros televisores (que no servían para nada a Homer), los pianos de toda clase, hasta los primeros y monumentales ordenadores.
La guerra de los Collyer contra una sociedad a la que ya no comprenden y que les molesta, de la que se sienten distintos y a la que no quieren pertenecer, pasa por ir apartándose poco a poco de ella; Homer, por su ceguera, y Langley por sus obsesiones, su manía depredadora y recolectora de periódicos, primero y luego de todo tipo de objetos, anticipada por el singular coleccionismo de su padre (animales y fetos en formol); su Teoría de los Reemplazos, teoría que fracasa estrepitosamente con ellos mismos, que ni representan un reemplazo para nadie, puesto que con su vida acaba su familia, ni con su producción reemplazan nada.
El hecho de que el narrador de la historia sea Homer, (que, sin ser ciego de nacimiento, va perdiendo paulatinamente la vista) es por un lado muy simbólico, y por otro, nos presenta un análisis poco habitual: conoce el mundo por los recuerdos del pasado y por el aguzamiento de sus otros sentidos, así como por lo que su hermano Langley le cuenta, aunque el propio Homer está convencido de que su hermano no rige muy bien desde que lo fumigaron con gas mostaza en la primera guerra mundial. Saca sus propias deducciones táctiles y auditivas, que no siempre coinciden con la realidad, pero a él –y a nosotros- nos llega de ese modo, mucho más sugerente.
Hay un tono general en la novela que destila un humor ácido, corrosivo, aunque a veces resulta hasta delirante. En algunos momentos casi nos parece que estemos leyendo el final de la familia Buendía, de García Márquez. La locura de Langley, tolerada por Homer, llega a situaciones como la de la ocupación de la casa por los gángsters en los treinta, o los bailes organizados en los salones en la etapa de la Gran Depresión, la llegada del director del banco para reclamar el pago de la hipoteca, o simplemente, la invasión hippie en los setenta, que ocupa el edificio durante una larga temporada y que supone, en realidad, su último contacto con gente real, aunque también enloquecida. La progresiva degradación de la mansión, la vuelta a una especie de asilvestramiento de las costumbres de ambos hermanos, su obsesión por la música o por los periódicos, su necesidad de contar lo que ocurría, aunque fuese escribiendo a una ficticia o idealizada mujer...todo ello nos crea un mundo, un imaginario que es inmensamente sugerente de sensaciones e ideas.
Si la historia real era francamente disparatada, la que nos narra Doctorow es, dentro de su disparate, la visión de una decadencia, de un mundo que dejó de existir hace mucho tiempo, pero que algunos quisieron mantenerlo a costa de su vida. Y que, como el poeta ciego, nos lo contaron.



2 comentarios:

Rodrigo dijo...

Una historia de ribetes disparatados, humor sombrío y ácida crítica social; también, una ambientación diversa al tiempo presente: algunos de los atributos frecuentes en la obra de este autor, ¿verdad? Es una novela que me gustará leer, sin duda. (Digo atributos frecuentes y no omnipresentes porque en algunas de sus novelas el registro es otro, sin desmerecer por esto.)

¿De verdad te ha traído reminiscencias de la novela inconclusa de Flaubert? Bueno, igual das algunas pistas sobre esto.

Estupenda reseña, Ario.

Anónimo dijo...

Interesante reseña. Echo en falta una mayor referencia a Bouvard y Pecuchet, perfectamente identificados en el título, pero no en el cuerpo de texto.

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