La obra que nos ocupa trata de una historia de amor. Pero, obviamente, no al modo contemporáneo que estamos acostumbrados, dos miradas apasionadas y directos al lecho, no; se trata de una historia ejemplar, relatada por una dama de la nobleza que vivió la época que relata –siglo XVII- y que debió conocer muchas historias de amor, semejantes aunque probablemente con distinto final.
La autora, Madame de Lafayette, (París, 1634-1693), nacida Marie-Madeleine Poichet de la Vergne, nació en una familia de la pequeña nobleza adinerada, del entorno del Cardenal Richelieu. Nieta del médico real, su madre estaba al servicio de la duquesa d’Aiguillon y su padre era caballerizo del rey. Ella misma fue dama de honor de la reina Ana de Austria y adquirió una educación literaria con el escritor Gilles Ménage como maestro, que a su vez la introdujo en los salones literarios que ya empezaban a funcionar: el de Mme. de Rambouillet, y otros. Al casar en segundas nupcias su madre con Renaud de Sevigné, inició una íntima amistad con Mme. De Sevigné, sobrina de su padrastro, y posteriormente autora de las famosísimas Cartas a mi hija. A los 22 años desposó al conde de Lafayette, trasladándose a vivir a sus dominios de Auvernia; le dio dos hijos, tras lo cual, el matrimonio de distanció y ella estableció su residencia en París a partir de 1659, el año en que muere Enrique II, y que tienen lugar los hechos narrados en su novela. Amiga de La Rochefoucauld, frecuentadora de los salones, conoció a Racine y Boileau, y comenzó a escribir e incluso publicar novelas bajo seudónimo o anónimas, como La princesa de Montpensier, publicada anónimamente dieciséis años antes de La princesa de Clèves. Esta última tuvo un impacto fortísimo en la sociedad de su época, no sólo por el argumento de la obra como por la manera como lo aborda. Está considerada como la primera novela francesa y precursora de la novela psicológica. No es, propiamente, una novela histórica, ya que la autora sitúa la acción en una época vivida por ella, contemporánea a ella.
Una joven dama, poseedora de gran belleza, ingenuidad y virtud, es presentada en la corte parisina de Enrique II e inmediatamente se convierte en el centro de atención, la novedad, de toda una tropa de jóvenes caballeros, que caen rendidos a sus pies y compiten por lograr sus favores. Sin embargo, es desposada con joven Príncipe de Clèves, hijo del Duque de Nevers, que la ama y desea profundamente. El desposorio se realiza como era habitual en aquella época: planificado por la madre de la dama en cuestión, Madame de Chartres, noble viuda que quiere colocar a su hija en una buena posición, en la corte de Francia. Pero la joven dama, aunque aprecia y respeta a su marido, no le corresponde en su amor. Sin embargo, desde que ve por primera vez al duque de Nemours, se ve inmersa en una violenta pasión por él, y es correspondida a su vez. Ella es virtuosa y el Duque, trastornado, la respeta. En ningún momento hay trato amoroso ni físico entre ellos, ni siquiera una declaración, salvo en un último momento, momento que leemos con verdadera delectación, porque es todo un tratado de filosofía.
Ambos viven inmersos en una corte licenciosa donde abundan las relaciones ilícitas, comenzando por el propio rey, que mantiene a una amante, Diana de Poitiers, casi al nivel de la reina, Catalina de Médicis. La misma reina delfina, una jovencísima María Estuardo, tiene sus favoritos y sus confidentes; el vídamo de Chartres, tío de la Princesa de Clèves, mantiene unas redes intrigantes y complicadas, oscilando entre la delfina y otras amantes. El Príncipe de Clèves, el esposo, es un hombre amable y cortés, que sólo tiene ojos para su esposa, que espera con el tiempo conseguir de ella una correspondencia a su amor...hasta que es informado de la situación, destapando la caja de los truenos, o el demonio de los celos. El duque de Nemours, caballero galante y gallardo, conocido por su afición a las mujeres y a la vida desordenada, se transforma de la noche a la mañana en un corderito con una única y mórbida pasión, tornándose monógamo repentinamente y obsesionado por obtener al menos la confirmación de ser correspondido.
Toda la trama gira alrededor de este triángulo, manteniendo unos niveles de tensión dramática casi explosivos, cuando la acción propiamente es casi inexistente.Como telón de fondo, la vida cortesana sigue, se planifican las bodas de la infanta Isabel con Felipe II, y la de la hermana del rey con el Duque de Saboya; se organizan continuamente bailes, fiestas, torneos,...la vida sigue. El juego de intereses, el disimulo, los malentendidos creados por el intercambio de información entre unos y otros intermediarios, las situaciones conflictivas en que llegan a encontrarse, el peligro de ceder a la presión del deseo, todo ello magníficamente relatado, consigue que la novela sea un modelo de obra psicológica interesantísimo, planteando una serie de reflexiones filosóficas sobre el deber y la pasión, el amor y la amistad, la traición y los celos.
En aquella sociedad cortesana, donde todo llevaba a la consecución compulsiva de los deseos y la pasión sexual, a la vez que se implicaban intrínsecas relaciones de poder, unidas a los amantes; se desarrollaba toda una parafernalia de metalenguajes, simbologías, alusiones y connotaciones, donde nada resulta lo que parece y lo que parece resulta ser falso. La emoción contenida, la fuerza del deseo es tal que aumenta progresivamente conforme el objeto de amor se aleja de él. La Princesa, asustada de la enormidad de su pasión y por respeto a su deber como esposa, intenta alejarse, poner tierra entre su amado y ella, se refugia en su marido, que, ignorante de todo, no es capaz de protegerla. Finalmente el Príncipe conoce por boca de su esposa lo que ocurre pero imagina que ha ocurrido algo más, hundiéndose en la tristeza y la ira. La trama va in crescendo hasta situaciones límite, conseguidas con una parquedad de lenguaje increíble. La escena nocturna en el jardín despide fogonazos, nos tiene en vilo. Y poco a poco vemos que la lucha entre la razón y la pasión que la princesa sostiene, con gran quebranto, empieza a escorarse. El sentimiento de culpa asciende en la Princesa, perturbando toda su alma hasta el punto de hacerle tomar una decisión insospechada.
Es una obra corta -180 páginas- pero muy densa; una carga de profundidad terriblemente ácida; una defensa, al modo de Montaigne, de la razón frente a la pasión, de la vida equilibrada y razonable, frente a la vida caótica de las pasiones. De la amistad frente al amor. Repito, una novela ejemplar, con la que pretende refrenar y proteger el honor y la paz de las damas frente al terremoto de los sentimientos desbocados. Una magnífica descripción del miedo y la culpa, del trastorno en que se sitúa nuestra mente cuando está turbada por pasiones tan fuertes que desprecian incluso la vida. Porque la autora consigue penetrar hondamente en el alma humana, sobre todo la de la mujer, y sabe transmitir el vértigo y la terrible atracción del deseo, del amor, de la unión entre una pareja que lo ansía por ambas partes; y la tortura de los celos, y también de imaginar la desesperación del abandono y la traición, pasando de un sentimiento a otro con tal virulencia como si de una enfermedad se tratase.
Una bella edición esta de Mondadori, aunque echamos en falta un prólogo o introducción, que nos sitúe en el marco de la época, ya bastante confuso de por sí y que la autora, concentrada en el tema, descuida el escenario, dando por descontado que sus lectores conocen perfectamente, por ser contemporáneos. Para ello, es ilustrativo recurrir a la edición de 1983 de Clásicos Universales Planeta, que incluye una magnífica introducción de Caridad Martínez. También la traducción de Nicole D’Amonville tiene algunas palabras que inducen a confusión y que hemos tenido que apoyarnos en la traducción de la edición del 1983 para aclararnos, sobre todo en el primer capítulo, muy abigarrado de nombres, títulos y otros detalles.
Clásico no obstante de obligada lectura, La Princesa de Cléves es, sobre todo, una novela psicológica y moral. Una reflexión sobre la naturaleza humana y sus valores morales, a la vez que un fresco de la corte francesa y una ácida y corrosiva crítica de la misma.
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