El nombre ya es bonito, sugerente: Noche de Reyes. A cada uno le sugerirá cosas distintas, según su edad, principalmente; pero creo que a todos esta noche nos produce ese cierto picorcillo, esa tensión interna, esa inquietud difusa, recuerdo de nuestros años infantiles, cuando aún teníamos muy borrosa la línea entre ficción y realidad, y soñábamos con magos y regalos venidos de no-sé-dónde. Cuando hay niños en casa, al menos, se mantiene la tradición, el secreto, el misterio. Y nos sentimos dichosos asistiendo a la emoción de los pequeñuelos, que nos trae ecos de nuestras propias emociones y de nuestra ya lejana infancia.
Con qué prisa nos acostábamos, tratábamos inútilmente de dormirnos, pero estábamos atentos a cualquier ruido o sombra deslizándose por nuestro cuarto. Con qué placer saltábamos de la cama a primera hora, y comenzábamos a buscar los regalos. Y con qué placer miramos después a nuestros hijos pequeños observando sus ojos y su deseo.
Cuando todo esto pasa, y los hijos crecen, quedamos a la espera de una nueva generación que mantenga la tradición. No nos interesan los desfiles, ni el bullicio. Lo que nos interesa es la emoción, los deseos, la imaginación, la espera de alguien pensando en nosotros, trayéndonos algo. Lo de menos es el algo, sino la complicidad. Cuando no lo hay, queda el silencio...y los recuerdos. Noche de reyes, noche de deseos, noche de sueños.
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