STEFAN ZWEIG
Trad.: Berta. Vías Mahou
Trad.: Berta. Vías Mahou
Ed. Acantilado, 2009
5ª Reimpresión, 2011
Es éste un relato breve, en el que el talento de Zweig brilla como cristal pulido. En qué poco espacio nos dice tanto. Un relato que nos habla de la memoria, del recuerdo, del valor que damos a las cosas de la vida y a las personas. Y un relato que habla del valor de los libros, puesto que el protagonista es casi un hombre-libro, una biblioteca andante. Un hombre que vive de y para los libros y cuya vida, desgraciadamente, choca y estalla contra esa otra vida, la real, la de todos los días, esa vida en la que nos empeñamos en discriminar, ofender y matar unos hombres a otros; una vida en la que las razones apenas cuentan, en la que triunfa la injusticia y el desamor.
El narrador –que podría ser el propio Zweig- apenas nos dice nada de sí, salvo que con los años y los dramas vividos su memoria flaquea. Pero al entrar en un café viene a caer en la cuenta de toda una historia. La historia de un hombre cuya vida estuvo ligada a los libros y al ser sustraído violentamente de ellos, pierde su razón de vivir. Mendel –el de los libros- era un librero de viejo, un judío ruso que se afincó en Viena y comenzó a comprar y vender libros, haciéndose famoso entre estudiosos, y hasta entre coleccionistas de alto nivel, por sus amplísimos conocimientos, su prodigiosa memoria y capacidad para encontrar los más raros especímenes de libros.
Apalancado en una mesa –siempre la misma- del Café Gluck de Viena, donde de facto situaba su oficina, Mendel iba recibiendo allí a sus clientes, enviando correos, entrevistándose con unos y otros, y sobre todo, mirando y remirando sus libros sin levantar cabeza de ellos. El mundo exterior no le interesaba, no sabía nada de él: fluía junto a él como un ruido sordo. El hecho de poder tener un valioso libro entre las manos – nos dice Zweig- significaba para Mendel lo que para otros el encuentro con una mujer. Aquellos instantes eran sus noches de amor platónico. Aquello rozaba la locura, era una monomanía sublime.
Lo cierto es que Mendel vivía en una “burbuja”, protegido por el dueño del café, que le profesaba una admiración casi religiosa, por algunos grandes coleccionistas que le ayudaban económicamente, y disfrutaba una serie de privilegios que, dentro de su restringida vida, le permitían sobrevivir y desarrollar su actividad sin moverse del pequeño espacio que ocupaba. El narrador recuerda sus encuentros con Mendel en el rincón reservado para él en el Café Gluck.
Pero han pasado muchos años, ha pasado una terrible guerra, y un buen día el narrador retorna al café de antaño por casualidad. Por lo pronto, sólo se da cuenta de que allí hay algo que falta; después recuerda qué: Mendel. Y nos cuenta la historia. Pero llega un punto en que no sabe seguir. Pregunta en el café, pero ha cambiado el dueño y allí nadie sabe quién es ése por el que tan insistentemente quiere saber. Finalmente viene a ser la vieja limpiadora de los aseos, la única que aún mantiene el recuerdo del viejo librero. Y es ella la que ha de contarle los tristes sucesos que acarrearon la muerte del bibliófilo, tras ser detenido en tiempo de la guerra, e internado en un campo de concentración para indocumentados y extranjeros (¡judío y ruso!). Y curiosamente, lo que la vieja limpiadora analfabeta ha guardado como recuerdo suyo es un libro olvidado, un memorable ejemplar que ella es incapaz de leer, pero que conserva como un tesoro: el tesoro de un hombre al que admiraba, al que servía gustosa y al que consideraba un gran hombre. Paradójicamente, el narrador, hombre de letras, ha tenido que accidentalmente aparecer por el café para con dificultad, acordarse de aquel gran hombre, cuya existencia había desaparecido por completo de su mente en todos estos años. ¿Para qué vivimos, -se pregunta el narrador- si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?