THOMAS WOLFE
Ed.
Periférica, 2011
No sabría si calificar de novela
o de relato este texto que la Editorial Periférica ha tenido la magnífica idea
de traducir y publicar. En realidad son cuatro relatos engarzados con un eje
común: el hermano que el autor perdió por su temprana muerte, a los doce años,
de un tifus fulminante. De hecho, Wolfe escribe sobre la muerte de su hermano
en El ángel que nos mira, su primera
y autobiográfica novela. Él tenía cuatro años y por tanto, sus recuerdos son
difusos, pero al parecer la relación con Grover, su hermano, era muy tierna, y
ciertamente, a pesar de su corta edad, sintió mucho esa pérdida.
El texto que se nos presenta, El niño perdido, fue publicado en 1937,
un año antes de morir el autor, también prematuramente, por tuberculosis. Está
estructurado en cuatro partes, presentándonos distintas versiones del recuerdo
del hermano querido. La primera es quizá la más emotiva, ya que nos presenta a
Grover, o a su espíritu, deambulando por la calle como solía, mirando
escaparates, respirando el aire y los aromas del país, y finalmente entrando en
una tienda y tratando de comprar unos dulces sin dinero, con unos sellos. Al
sentirse insultado, recurre a su padre, que está en su taller de marmolista. Y
su padre le apoya, reclamando y recuperando lo que es suyo. Todo vuelve a la
normalidad. Ese texto es de una belleza inmensa, lleno de imágenes preciosas y
evocadoras, con la alusión al caballo y a la tormenta, a la luz que va y viene,
como fluctuaciones del tiempo y del recuerdo. «Grover se giró y pasó junto a la
cara norte de la plaza. En ese momento fue testigo de la unión entre el ahora y
el para siempre. (…) Y la luz se fue y vino de nuevo a la plaza, y Grover se
quedó allí pensando tranquilamente: “Aquí está l aplaza y aquí está Grover,
aquí está la tienda de mi padre y aquí estoy yo”».
La segunda parte es la versión de
la madre: el recuerdo del viaje en tren que hicieron a St. Louis, con todos sus
hijos, para ver la Exposición Universal. La observación del paisaje, que Grover
seguía atentamente desde la ventanilla mientras sus hermanos organizaban una
barahúnda por los pasillos del tren, y el doloroso recuerdo de su madre. El
hijo más amado, es el que desaparece. El texto es nostálgico y entrañable.
En la tercera parte es la hermana
Helen, que, dirigiéndose a Thomas a raíz de una vieja fotografía, le va
desgranando recuerdos de Grover y de aquel viaje a la exposición, ligado para
siempre en su memoria con la enfermedad de Grover y su triste final. El texto
en este caso es muy emotivo, muy dramático, transmitiendo los sentimientos de
Helen hacia su hermano y tratando de hacerle ver a su hermano más joven los
momentos vividos con Grover.
Por último, la propia versión del
autor, el benjamín de la familia, que apenas se acuerda de su hermano, pero
recuerda la casa y la calle donde ocurrió el triste suceso. Y vuelve, muchos
años más tarde, tratando de rememorar las imágenes, los sonidos y olores que es
lo que más guarda en su mente. La calle ha cambiado, la casa tiene otro
propietario, pero algunas cosas siguen exactamente igual, y el espíritu de su
hermano perdido transita por un momento: «El llanto de la ausencia de la tarde,
la casa que esperaba y el niño que soñaba. Y a través de la maraña de recuerdos
de un hombre, el pobre niño de ojos oscuros y rostro sereno, extranjero en la
vida, exiliado de la vida, hace mucho tiempo perdido como todos nosotros, una
cifra de los laberintos ciegos, mi pariente, mi hermano y mi amigo, el niño
perdido, se había marchado para siempre y no regresaría nunca jamás».
Thomas Clayton Wolfe (Asheville, Carolina del Norte, 1900 –
Baltimore, Maryland, 1938) fue el octavo hijo de W.O. Wolfe, tallador de
piedra, y Julia Westhall; a los seis años su madre se trasladó con él a otra
vivienda que convirtió en casa de huéspedes, y el padre con el resto de
hermanos siguió viviendo en la casa natal. Hizo sus estudios en la universidad
de Carolina, y más tarde en Harvard. En el verano de 1925, viajó a Europa y
comenzó a escribir su primera novela, Look
Homeward, Angel (traducida en España como El ángel que nos mira),
que se publicó en 1929. Más tarde dio clases de dramaturgia en Nueva York y
siguió produciendo extensas novelas autobiográficas, además de otras piezas
cortas. Desgraciadamente, la temprana muerte truncó una carrera literaria que
se auguraba esplendorosa.
Ariodante