AMELIA PÉREZ DE VILLAR
Ed. Fórcola, 2012
El
ensayo que nos ocupa la atención es un texto biográfico que no llega a las
doscientas páginas, y que nos presenta la biografía de Dickens desde un ángulo
quizás no muy habitual. El título nos da una pista: se trata de contarnos la
vida del gran escritor británico apoyándose en los amores (y yo añadiría, los
desamores)de su vida. El texto reproduce algunas cartas que Dickens escribió a
diversas personas (damas, amigos, etc.) y
de cuya lectura se puede llegar al estado de ánimo del escritor. Esta
obra también muestra las relaciones del escritor británico con varios amigos
íntimos; cada una en su marco especial, como es el caso de su amigo juvenil
Henry Kolle, que le servirá de intermediario y mensajero en su intento de
relación con Maria y que acabará desposando a la hermana de esta; John Forster
será su amigo más íntimo y duradero, finalmente albacea; otro amigo que conoció
ya en su madurez, el también escritor Wilkie Collins, más compañero de viajes y
salidas nocturnas. El actor Macready, que le fue de gran apoyo al final de su
vida; el escritor Leigh Hunt, el pintor Daniel Maclise, o Thomas Talfourd, a
quien dedicó Los papeles póstumos…
Así,
por medio de todas estas relaciones va mostrándonos la autora de este ensayo la
calidad personal de Dickens y sus motivaciones y deseos más íntimos, en la
medida en que podemos suponerlos o deducirlos de la lectura de sus cartas, que
es impagable.
En
su juventud (hablo de diecisiete, dieciocho años) tuvo el escritor una pasión
amorosa muy intensa por Maria Beadnell. Pasión que no fue del todo
correspondida o que, al menos no lo fue del mismo modo y con la misma
intensidad que el joven Dickens ansiaba. Además, hubieron ciertos malentendidos
con la intervención de otra amiga por en medio, no sabemos si de modo casual o
provocado por la propia Maria. Y no solo
eso, sino que la familia Beadnell tampoco aceptó bien esta relación cuando vio
que sobrepasaba los límites de la pura amistad. Las diferencias de clase, la
juventud de ambos, hizo que los padres de Maria la enviasen al extranjero y
entre eso y que ella misma no parecía demasiado convencida, el asunto fue
decayendo, aunque en la mente y el corazón de Dickens pervivió y sirvió de base
para el personaje de Dora en su magna obra David
Copperfield.
Posteriormente,
cuando superó sus peores momentos y conoció a la familia Hogarth, cuyas tres hijas, Catherine, Mary y años más
tarde Georgina, le hicieron revolotear entre ellas y finalmente decidirse por
la mayor, Catherine, de físico atractivo (aunque no tanto como Maria Beadnell).
Sin embargo, la elección de Catherine por esposa, según nos lo presenta la
autora siguiendo la opinión de Claire Tomalin en su ensayo sobre Dickens,
estuvo más apremiada por una cuestión de “higiene sexual, bienestar doméstico y
compañía” que por una pasión real. Intelectualmente no estaba a la altura de
Dickens y a lo largo de sus años de convivencia la figura de Catherine se nos
presenta más como una fábrica de niños (tuvieron diez) que como una esposa más
completa, puesto que Dickens, que era una personalidad hiperactiva y ansiosa,
se ocupaba de todo lo demás, desde el guardarropa, pasando por todos los
detalles de cada una de las múltiples casas que poseyeron, a dirigir el
servicio, la educación de sus hijos, y las relaciones con su familia. Ello llevó,
a lo largo del tiempo, a un agotamiento absoluto de los sentimientos que
hubiera podido albergar hacia su esposa, y de un alejamiento que pasó a ser
físico cuando empezó a interesarse más seriamente, en su madurez, por una joven
actriz, Ellen Ternan, con la que acabó conviviendo en una situación harto
confusa y poco satisfactoria.
Dickens,
cuya personalidad tornadiza e inquieta queda transcrita en este libro,
probablemente tuvo trato con algunas otras mujeres, fueran damas o prostitutas,
pero no tenemos noticia de ello, si descontamos la relación con sus dos cuñadas:
primero Mary, que se instaló en casa para ayudar con el primer bebé de la
pareja, y que ejercía una cierta atracción en Dickens; su repentina muerte le
dejó profundamente impactado; luego Georgina, la hermana menor, que con quince
años también se trasladó a vivir con ellos en casa, cuando acababan de volver
de Estados Unidos, en 1842; haciendo el papel de institutriz de los niños, y
que parecía disponer de cierto ascendiente sobre el escritor, por su nivel
intelectual y competencia en asuntos domésticos, mayor que el de su hermana, y
por la manifiesta devoción hacia su cuñado que no pasó del plano sentimental al
físico. De lo que sí tenemos noticia es
un intento de reencontrarse con Maria Beadnell, a la sazón Winter, casada y con
dos hijas. Y fue por iniciativa de la propia Maria, que le escribe veintidós
años más tarde de su último encuentro. Sin embargo, el reencuentro resultará
decepcionante, por lo que el bello recuerdo de la dulce Maria quedará borrado
por una imagen de señora madura, tampoco demasiado inteligente y desde luego,
nada oportuna.
Resulta
una obra atractiva, quizás demasiado concentrada en su brevedad, pero que nos
ofrece una imagen más íntima y novedosa de este gran escritor. Y una espléndida
edición la de Fórcola, tapa dura, con múltiples reproducciones de grabados,
imágenes de las casas, las personas y muestras de la escritura manuscrita de
Charles Dickens, un autor que todos conocimos de niños y al que seguiremos
leyendo toda nuestra vida.
Ariodante
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