HERMAN
MELVILLE
Trad.:
Elisabeth Falomir
Editorial
Gadir, 2011
Componen este agradable librito tres conferencias/
ensayos dictadas por Melville y cuyo nexo de unión es la idea del viaje. Herman
Melville (Nueva York,1819–1891), además de novela y cuento escribió ensayo y
poesía. Pero el autor de Bartleby el escribiente ademas de
escribir, viajó mucho, y por lugares muy distantes y exóticos. Entre 1838 y
1844 realizó diversos viajes por el Pacífico sur, recalando en islas
polinesias, donde permaneció largas temporadas. En 1849 viajó a Europa. Y es
sobre todo ello de lo que, con perfecto conocimiento de causa, Melville nos
habla en estos textos, destilando un sentido del humor envidiable, para un
hombre a quién el público no trato demasiado bien.
En un primer texto, nos introduce a la noción de
viaje, describiendo la disposición de ánimo que debe tener el viajero si no
quiere que se le amargue la excursión. El viaje amplia nuestro universo, no
sólo culturalmente sino que nos hace conocer otras gentes, otras costumbres,
otros países, derribando falsas ideas preconcebidas al conocer las cosas in
situ y directamente. Claro que para eso hay que tener una amplitud de
miras y no ser demasiado rígido en nuestras convicciones. Por otra parte,
viajar implica tanto placer como molestias (y pasa a dar una serie de ejemplos)
ya que nunca es lo mismo que en nuestra casa. Y acaba con un párrafo feliz:
"Para un inválido, cambiar de habitación ya es un viaje, es decir, un
cambio. Descubrir horizontes, explorar nuevas ideas, romper con viejos
prejuicios, abrir el corazón y el espíritu; tales son los verdaderos frutos de
un viaje correctamente realizado."
El segundo texto del libro entra ya en un campo más
concreto, un espacio muy conocido y recorrido durante años por el autor, los
Mares del Sur. ¿Por qué Mares del Sur cuando en realidad se refieren al Océano
Pacífico? La explicación que da Melville sobre esta denominación es que
proviene del propio Núñez de Balboa, que, al encontrarse con la tal inmensidad
acuática lo hizo desde la península de Darien, que, si uno tiene la curiosidad
de mirarlo en un mapa, está orientada directamente al Sur. Nada sabía Balboa de
la extensión de aquel nuevo mar, sólo que estaba mirando al Sur. Mar del Sur,
pues.
Posteriormente fue Magallanes el que, tras sufrir
lo indecible para cruzar el estrecho que quedaría para siempre con su nombre,
llega a unas aguas tranquilas y apacibles, que conforme subía hacia el norte se
iban volviendo cálidas y acogedoras. ¿Cómo iba a denominar ese inmenso océano
que le proporcionaba el sosiego perdido en unas horas terribles? Pacífico,
pues.
Uno de los marinos que más veces y más
intensivamente recorrió estas aguas de Norte a Sur y de Oeste a Este, fue el
Capitán Cook, que desde California (adonde habían llegado antes los españoles,
y luego no supieron retenerla) surco sus aguas y descubrió o reconoció
múltiples islas, encontrando a la postre su muerte en Hawai. Melville va
recordando en este ensayo a muchos marinos, españoles, portugueses, británicos,
que navegaron ese gran océano. También habla de los peces, de las aves que lo
pueblan, incluso de animales legendarios que permanecen en el imaginario
colectivo de los marinos. Las islas...¿qué decir de las islas polinesias?
Sandwich, Fidji, Marquesas...y de sus habitantes, generalmente pacíficos y
primitivamente afectuosos...salvo cuando decidían que el visitante era un
espléndido manjar. La Polinesia es un espacio espléndido para todo aquel que
desee huir del mundanal ruido, afirma Melville, pero -insiste- fíjense muy bien
donde se asientan y cual es la reacción de los nativos.
El tercer texto es menos viajero, si bien es
resultado de un viaje, el que hizo a Roma hacia 1849. Se explaya Melville en su
admiración por la Ciudad Eterna y la increíble población pétrea que la ocupa.
Esculturas por doquier, enteras o cuarteadas, de procedencia griega o romana, o
bien de corte renacentista y barroco.
Como lo haría Stendhal entre los años 30 y 40, (que por bien poco podrían
haberse encontrado) o Goethe, mucho antes, hacia 1786, Melville recorre
boquiabierto, entusiasmado y emocionado, el enorme museo que es la propia
ciudad de Roma. Tras afirmar su derecho a emitir valoraciones estéticas sin ser entendido ni especialista, nos
dice: "hablaré de las sensaciones
que se produjeron en mi mente al admirar
una obra de arte como quien admira una violeta o una nube, y aprueba o condena
según el sentimiento que despierte en su alma."
Julio César, Tito Vespasiano, Demostenes, Sócrates,
Séneca (del que le impresiona su aflicción), Nerón, Platón (del que le llama la
atención su bien aliñado aspecto, quizás pensando que un filósofo de su talla
no estaba para preocuparse por la túnica o el peinado...) de todos esos
retratos de personajes históricos hace comentarios, (algunos mordaces),
"las estatuas confiesan y expresan mucho de lo que no aparece en la
Historia y en la obra escrita de aquellos a quienes representan" y
asimismo destaca que "los mismos rasgos se reflejan en nosotros igual que
se reflejaron en ellos; aquello en lo que consiste el carácter humano es idéntico ahora que antes".
Pasando ya a las estatuas que no son retratos, sino
símbolos mitológicos, le resulta impactante ("hay algo divino en
ella..") el magnífico Apolo del Belvedere, estatua griega de autoría desconocida,
redescubierta en Roma en el Renacimiento. Comparándola con la Venus de Medici,
que conjuga bien lo ideal y lo real, esta es toda ideal, para Melville. Pero si
Apolo es la perfección y Venus la belleza, ante el grupo del Laocoonte siente
que este encarna la tragedia humana. Merece atención para el escritor las
esculturas de caballos, el famoso grupo de Castor y Polux, por ejemplo. Ensalza
también la majestuosidad del Moisés de Miguel Ángel y lo compara con el
Hércules Farnesio. Luego habla de las villas que rodean la ciudad, llenas de
esculturas. En general, lo que le transmiten a Melville todos estos ciudadanos
de piedra es una calma y una paz enormes, así como una sensación de eternidad:
"han cambiado los gobiernos; han caído los imperios -nos dice- han
desaparecido naciones, pero estos mármoles mudos permanecen, como oráculos del
tiempo, para mostrar la perfección del arte." Amén.
Ariodante
Marzo 2014