CRÓNICAS PLAYERAS I
Ha llegado el calor; y con el calor,
las huidas masivas hacia lugares más frescos o hacia los sitios de veraneo,
que, sean frescos o no, al menos nos permiten un cierto relax, o al menos eso
es lo que se busca. Así que hacemos las maletas, procuramos llevarnos todo lo
posible para que no nos falte el confort
de la ciudad, y para hacer lo que tenemos pendiente durante meses: lecturas
atrasadas, películas que hace siglos queremos ver, sandalias, bañador, cremas
para el sol...en fin, que la maleta va a rebosar, y nuestras expectativas
también. Después de un largo trayecto en el
coche o en el tren, cansados pero felices, arribamos a nuestro destino. ¡Mmmm....ya se huele el aire marino!
En mi caso, me desplazo a una localidad
mediterránea, que, aunque tiene bastante vida durante todo el año, en el verano
la población crece y se multiplica por doscientos. Y no sólo la población, sino
los automóviles, los ruidos, los atascos, las tumbonas en la playa y los gritos
infantiles. Más de la mitad de la población es foránea, principalmente
anglosajona, aunque también hay muchos argentinos Hasta el punto de que muchos viven durante todo el año, montan
negocios para sus propios compatriotas, y se da el caso de que si un nativo, o sea, mismamente yo, quiero
comprar algo allí, me veo casi obligada a pedirlo en inglés. A veces, realmente
da la impresión que estoy en su país ―un poco más soleado, eso sí― y no en el
mío...pero me viene de perlas
practicar el inglés gratuitamente.
LA CASA
La casa tiene una terraza abierta con vistas al monte arbolado y al mar al fondo, y
una piscina estupenda, donde espero hacerme unos cuantos largos al día y recuperar mi tono muscular o al menos, mantener lo
que queda de él. El césped invita a paseos con los pies
descalzos, sintiendo la humedad en mis extremidades maltratadas por los zapatos
de tacón invernales. Palmeras, pinos, muchas
buganvillas rosa, violeta y rojo oscuro, un maravilloso cuadro colorista y llamativo. El viento, que suele soplar a partir
del mediodía, hace un sonido delicioso
al deslizarse con fuerza entre los árboles. El llevant o levante, viento fresco y húmedo del
mar, y el llebeig, o lebeche, el
viento de suroeste, cálido y seco, mientras las chicharras le acompañan con su única
nota constante, consiguiendo unas modulaciones monocromáticas deliciosas, que
producen somnolencia al cabo de un rato de escucharlas, tumbada en una hamaca. Curiosamente
son los machos, los chicharros, los
que tienen el órgano fonador, y
cantan, ¡cómo no! para atraer a las hembras, y para aliviar sus calores.
Por
las mañanas, me despierta otro canto: una multitud de pájaros. Creo que han
anidado en el tejado sobre mi ventana, porque los oigo como si realmente
compartieran mi dormitorio, además de observar cada mañana sus múltiples deposiciones. Otra cosa que me despierta
es el sol mañanero, que es el despertador más seguro. Mi ventana da a levante,
con lo que, a partir de las siete, o a la hora que toque según el día del mes, el astro
rey lanza sus terroríficos rayos...directamente sobre mi ojo izquierdo, con lo
que mi primer movimiento se dirige a las cortinas, para cerrarlas y poder
seguir con mi dulce sueño. Sigo escuchando a los simpáticos pajarillos, que a
voz en grito piden el desayuno a sus alados progenitores. También oigo ―¡vaya por Dios!― al perrito de los
vecinos de enfrente, que a esas horas se despierta y nos regala unos fuertes
ladridos, muy reconfortantes, como para decirnos que ya está bien de dormir tanto,
hay que levantarse y disfrutar de una mañana estupenda. Y hasta me llega el canto de un gallo lejano,
que no para de lanzar al aire su kikirikí,
como es habitual en su especie, incluso escucho los relinchos de un caballo (¡Sí, un caballo!) además, del inevitable llanto del bebé de los vecinos que ya acaba de despertarse de mal humor.
Visto que no puedo seguir durmiendo,
enciendo la radio para escuchar las noticias, amodorrada aún entre las sábanas.
Las temperaturas parece que se han vuelto locas...mmm, no, perdón, creo están
hablando de la Bolsa, que también. Los anuncios me abren el apetito, así que
bajo a ver qué hay en la cocina para desayunar. Sé muy bien lo que hay, yo
misma lo compré ayer por la tarde en el supermercado, pero por las mañanas una
desea que la sorprendan agradablemente. Y efectivamente, la sorpresa me la
llevo cuando encuentro la cocina absolutamente ennegrecida por un ejército de
hormigas, dándose un festín con unos minúsculos restos de la cena, que habían
caído al suelo. En fin, me armo de spray desinfectante, cubo y fregona, y me
dedico a acabar con aquella marabunta, acordándome del finado Charlton
Heston... ¡Delicias del campo! Finalmente
puedo desayunar mis tostadas con mermelada, zumo de pomelo, y un par de tazas
de café negro con canela―¡cómo lo
necesitaba!―, mientras escucho una pieza para oboe y fagot de Scarlatti.
LA PLAYA
Bueno,
me digo, ahora un paseíto por la playa y luego un buen baño en la piscina.
Monto en mi bólido ―es una manera
cariñosa de hablar de un pequeño
utilitario ―y, después de casi tres cuartos de hora para llegar y otros
tantos para encontrar aparcamiento ―es temporada alta―consigo mi propósito. Es una playa amplia, en forma de concha, de arena fina, con unas cuantas
palmeras. A esa hora, ya empezaban a llegar algunos madrugadores.
Aprovecho que la orilla todavía está libre y me doy un delicioso paseo
hundiendo los pies en el agua,
recibiendo las olas. El sol ya calienta como para derretir un buen helado y agradezco el sombrero que me protege de sus
ardorosos rayos. Cuando ya me he recorrido toda la orilla en un sentido, me
vuelvo para recorrerla en el contrario, y compruebo que ha aumentado bastante
el personal playero: consiste, sobre todo, en simpáticas, pacientes y abuelas autóctonas,
neverita portátil en ristre, con gesticulantes nietecillos, armados de cubo y
pala, que se dirigen veloces a la orilla, gritando de felicidad y dando
saltitos. Los sufridos abuelos, en retaguardia, llegan cargados con la
sombrilla, las silletas plegables, las toallas, flotadores y demás aditamentos
imprescindibles para soportar varias horas bajo el tórrido sol veraniego,
mientras los padres de las criaturitas
duermen plácidamente en casa, tras una noche en blanco. Algún otro nieto más
crecidito porta una red para cazar cangrejos, medusas y otros animalillos
marinos que se pongan a tiro. Y otros, ya más juveniles y no necesariamente
nietos de nadie presente, juegan (con la mano libre que les deja el móvil) con las inevitables pelotas de goma, y con esas
otras pelotitas con una especie de redecilla detrás, que se golpean con una
pala y que suelen ir a parar al ojo del vecino más cercano.
De pronto tropiezo con alguien: es un
corredor mañanero, ya no tan juvenil, colorado como un cangrejo, sudoroso y
maloliente, que corría en mi dirección a toda pastilla y al que no había visto
venir. Al cabo de un momento ya me he
topado con seis o siete corredores más, igualmente sudorosos y malolientes.
Decido retirarme de la orilla y volver al paseo marítimo. Me cruzo con varios
grupos de turistas extranjeros que avanzan penosamente por la arena, buscando
afanosamente el mejor hueco donde extender sus esterillas y toallas, para
tumbarse y freírse al sol cual sanlorenzos
nórdicos. Ya empieza a estar
concurrido esto... ¡Cada vez vienen
más temprano!, me digo a mí misma.
Las tiendas de objetos playeros ya están
abiertas, las cafeterías y heladerías también, donde algún trasnochador ahora
disfruta de su desayuno mientras recibe la brisa marina y los inclementes rayos
solares. Los restaurantes están de limpieza general, preparándose para la
avalancha del turismo que a partir del mediodía ya quiere deglutir la paellita
o la fritada de pescado, con un hambre canina, después del baño, o antes de él.
Curiosamente, los turistas británicos (y nórdicos en general) suelen comer a la inglesa y a la española, ¡a
la vez!, con lo que a las doce se toman un tentempié y a las tres la paellita,
a las seis el té o lo que sea que les sirvan con ese nombre, y a las diez de la
noche cenan con el resto de españoles en las terrazas, entre el bullicio general,
y allí siguen hasta la madrugada, copa
tras copa, encantados de la vida y de un clima que parece tropical, además de un
país que no le pone horarios a su ingesta
de alcohol. Esto último creo que es lo que más les entusiasma.
Me giro hacia la playa, para despedirme
del mar hasta otro día, y el espectáculo me deja francamente desalentada: ya
casi no queda un espacio libre en la primera línea y en segunda y tercera hay
mucha ocupación. ¡Si apenas ha pasado
media hora!
Los hay de todo género, tamaño y procedencia. Desde el musculitos que se dedica a exhibir
palmito por entre las damas cuarentonas, mirándolas de reojo para ver el efecto
causado; el cincuentón de prominente barriga cervecera, camisa abierta y
bermuda de cintura bajada, con gorrita de béisbol o sombrerito de paja, concentrado
en el periódico deportivo; las jovencísimas de talla 34, todo esquinas
huesudas, tatuadas y agujereadas, y con la mínima expresión de bikini, muertas
de sueño sobre la alfombrilla, porque aquí acaban su noche, pero pegadas al
móvil, por si acaso. Por el contrario, las también jóvenes talla 48, tratando
de imitar a sus amigas en cuanto a la ropa, con efecto estéticamente adverso,
al desparramarse los michelines por
doquier. Excepcionalmente aparecen algunas esculturales bellezas, tumbadas
lánguidamente al sol, hablando por el móvil interminablemente, mientras muestran sus encantos a todo el que quiera mirar. Visto
que ya van bajando los padres de las criaturitas, aún con el gustillo al café
con leche y dispuestos a darle un cachete a sus retoños, que ya están pasándose
de la raya con los abuelitos, y que los jugadores de voley-playa empiezan a
tirarse la pelota, me despido por hoy del espectáculo playero. Hay bandera
verde, el baño es seguro, hoy no hay medusas, el calor está garantizado y el
personal dispuesto.
LA PISCINA
Retorno a casa para darme mi baño: lo
prefiero en la piscina, la verdad. Luego de un largo rato del inevitable atasco
automovilístico –ya se ha hecho muy tarde― consigo llegar a casa, sudorosa y agobiada por el calor, y me dirijo, toalla en mano, a la piscina, pero,
¿Qué ven mis ojos? Es increíble: un
par de arañas descomunales, negras, peludas, espantosas...bañándose
placenteramente en el agua, ¡mi agua!
pataleando gozosas con sus ocho inmensas patas cada una. Por supuesto, bajo ningún concepto entro en el
líquido elemento hasta que las indeseadas bañistas acaban por ahogarse y van a
parar al filtro de la piscina. No podía
imaginar que existieran seres tan repugnantes... ¡Cielos!, me digo, si esto es
el campo, ¡Bendita la ciudad!
Finalmente puedo disfrutar de mi
deseado baño, pero no crean, no las tengo todas conmigo y me meto al agua con
mis gafas, para avistar al enemigo
con tiempo. Unos buenos largos,
varios ejercicios de abdominales, y salgo como nueva. Para reponerme, me atizo al
salir un martini doble que me sabe a
gloria, mientras las libélulas zumban y cruzan veloces sobre la piscina,
atraídas por el frescor del agua, así como otros insectos ya no tan atrayentes
como avispas y abejorros se refocilan por el césped, dispuestos a
proporcionarme una buena picadura si persisto en pasear descalza.
Degusto mi comida muy agradablemente en la terraza, lo que atrae algunos indeseados moscardones, y paso el rato moviendo los brazos como un burro su cola, aunque, eso sí, disfrutando de un paisaje espléndido, de la visión y los cantos de mirlos, gorriones, palomas, las elegantes golondrinas,… así como del zumbido monocorde y atronador de las chicharras, a esa hora en su máxima potencia.
Sn embargo, a eso de las tres y pico de la tarde,
cuando aún tengo el sabor de mi habitual onza de chocolate como punto final de
mis comidas y me auguro una tranquila siesta, libro en mano, al lado sombreado
de la piscina, escucho un chirrido e inmediatamente el rugido de una máquina
cortadora de césped. ¡Horror! Los
jardineros, que, una vez respuestas las fuerzas con un buen almuerzo, se
disponen a trabajar, justo en el jardín de al lado. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Me pongo los
tapones para los oídos, que siempre llevo conmigo, y me dispongo a resistir el
asalto. El campo, ya se sabe.