LADY MARY WORTLEY MONTAGU
Casiopea.
Barcelona, 1998. 247 págs.
Las cartas que componen esta edición están escritas entre 1716-1718, el
siglo XVIII acaba de cubrir su primera década y la ilustración está en fase de
expansión. Es ésta una crónica epistolar ilustrada, con la peculiaridad de que
quien la escribe no es Madame de Sevigné desde su boudoir, sino una dama
británica desde diversos escenarios; soleados unos, nevados otros, todos muy alejados
de su lluviosa y húmeda patria. En 1763, un año después del fallecimiento de la
dama, aparecía la primera edición de las Embassy Letters.
Por lo general, la información que proporcionan las
cartas privadas, suele ser cercana, más íntima. Escritas solo para los ojos del
destinatario, abundan en unos temas o se se explayan en otros, más caros al
lector/a de la misiva. Principalmente las cartas de Lady Mary van dirigidas a damas,
pero también hay algunos destinatarios masculinos, a los cuales informa de
detalles distintos a los desarrollados en las cartas a féminas. Entre los
destinatarios femeninos de sus cartas se contaban su hermana (Lady Mar), sus
amigas Jane Smith, Sara Chiswell, Lady Bristol, Anne Thistlethwayte, Lady Rich, Frances Hewet,
la princesa de Gales, y entre los destinatarios masculinos, el poeta Alexander
Pope y el abad Conti. Y hay, curiosamente, unas breves misivas a su esposo, que
nos muestran con pocas pero muy evidentes páginas, cómo era la relación entre
ambos.
Lady Mary es una avanzadilla de la Ilustración hacia Oriente. Mientras
sus aristocráticas congéneres se empolvaban las pelucas, aspiraban rapé y se
desplazaban con rumor de fru-frú por los salones, Lady Mary soñaba con otros
mundos. Sueños que pudo hacer realidad cuando su marido, sir Edward Wortley
Montagu, fue enviado como embajador a Estambul. Quizás otro tipo de dama se
hubiera quedado esperando en Londres, cuidando a su hijito y tomando el té con
sus amistades. Pero Lady Mary, no.
Nacida en 1689, en el lujoso Covent Garden londinense, Mary Pierrepoint
era hija del conde de Kingston. Lord Kingston no se ocupaba apenas de sus
vástagos, pero disponía de una excelente biblioteca, a la que la prodigiosa Mary
pudo acceder, y por su cuenta y riesgo aprendió latín, francés y conoció la
obra de autores como Ovidio o Molière. En edad casadera, no llegó a un acuerdo
con su padre en la elección de marido. En 1712, harta de discutir con su padre,
saltó por la ventana y se fugó con sir Edward Wortley, once años mayor que
ella, de buena planta, rancio abolengo pero pocos fondos y prometedora carrera
política.
Pero en el pecado va la penitencia, porque en breve Mary comprendió que
su elección había sido equivocada. Al año de casados nacía su hijo Edward, y
más tarde, en Estambul, tendría una hija. Una vez cumplidas sus obligaciones
matrimoniales, sir Edward se dedicó en cuerpo y alma a su carrera política y se
desentendió por completo de su esposa e hijos…lo cual era, por otra parte, lo
habitual.
Sin embargo, la vida le cambiará por completo cuando en 1716 su esposo
es designado para representar a Inglaterra ante la corte de la Sublime Puerta.
Parten en agosto desde Inglaterra, pero en vez de por mar, eligen el camino
terrestre, atravesando Países Bajos, Alemania y Austria, lo cual les ocupó casi
un año, puesto que hasta primeros de junio de 1717 no se establecen en Pera
(Estambul), donde estaban las legaciones internacionales. Antes habían vivido
una temporada en Adrianópolis, donde estaba la corte del sultán. En Turquía permanecerán
hasta un año después, en 1718, que su marido recibe la orden de regresar, y
esta vez lo harán por el Mediterráneo.
Pues bien, aficionada a la escritura y hábil observadora, Lady Mary
escribe a sus allegados pormenorizadas cartas en las que cuenta todo lo que le
llama la atención de los países que visitan: paisajes, edificaciones,
costumbres, aspecto de los habitantes, modos y modas, clima, comidas y
anécdotas diversas, que surgen en un viaje de tamañas proporciones.
La contraposición de lo que los ingleses llaman “el Continente” y su
húmedo y oscuro país es percibida inmediatamente por nuestra dama redactora.
Pero aún dentro del Continente, distingue muy bien entre los Países Bajos, las
ciudades alemanas libres, y las ciudades alemanas que viven bajo un príncipe.
Un botón de muestra:
“He visto cuanto de extraordinario había que ver en
Colonia, Frankfurt, Würzburg y este lugar, y resulta imposible dejar de notar
la diferencia entre las ciudades libres y aquellas bajo el gobierno de
príncipes absolutistas, como son todos los pequeños soberanos de Alemania. En
las primeras, se observa un aire de abundancia y comercio. Las calles están
bien hechas y llenas de gente, ataviadas con sencillez y pulcritud, las tiendas
rebosa de mercancías y el pueblo llano es limpio y alegre. En las segundas, se
observan galas raídas, un cierto número de personas sucias vestidas de oropel,
calles horrendas y estrechas sin reparar, habitantes terriblemente delgados y
más de la mitad de la plebe pide limosna. ”
Leipzig y Dresde le encantan, pero Viena le causa cierta decepción,
según escribe a su hermana:
“Esta ciudad, que tiene el honor de servir de
residencia al Emperador, no respondió en modo alguno a las ideas que de ella me
había hecho, resultando ser mucho menos de lo que me esperaba encontrar. Las
calles están muy cerca unas de otras y son tan estrechas que resulta imposible
contemplar las bellas fachadas de los palacios, a pesar de que muchos de ellos
son dignos de observación, pues son verdaderamente magníficos, todos
construidos en fina piedra blanca y excesivamente altos. La ciudad es demasiado
pequeña para el número de personas que desean vivir en ella y, según parece,
los constructores han proyectado poner remedio a esa desgracia amontonando una
ciudad sobre la otra, en vista de que la mayoría de las casas tienen cinco y
hasta seis pisos.”
Pero el cambio radical se produce al internarse en las llanuras
húngaras y deslizarse por los campos nevados hacia Oriente. La carta XXIII
dirigida a su hermana desde Petrovaradin, (Serbia), ya en territorio turco,
cuenta con detalles su peligroso viaje a través de Hungría. La frontera con el
imperio turco se encontraba en esa zona, y una vez traspasada nuestra dama va
de sorpresa en sorpresa y se da cuenta que aquello sí que es otro mundo. Y un
mundo que, si por una parte la atemoriza, por otra la impresiona muy
favorablemente. La carta XXIV, dirigida a Alexander Pope desde Belgrado, habla
de la historia reciente del país y de las fluctuaciones de la frontera en la
zona. En la carta XXVII enviada desde Adrianópolis describe su famosa visita al
hamam, que tuvo lugar en Sofía (Bulgaria).
Las prolijas descripciones de los ropajes, vajillas, decoración de
interiores, mezquitas ( que visitó disfrazada) deliciosos platos dulces y
salados, se unen a las explicaciones de tipo social, histórico e incluso,
puesto que la dama poseía una cultura clásica envidiable, a los comentarios
mitológicos y su intento de encontrar huellas del pasado griego en todas
aquellas tierras. La visita al hamam o baños femeninos, donde ella entra
vestida de amazona y se encuentra a una multitud de damas completamente
desnudas (y depiladas) la produce pasmo
y gozo a la vez. Es recíproco: las desnudas ninfas desean saber si la dama
posee los mismos atractivos corporales y es requerida para desnudarse, pero al
topar con las ballenas de su corsé, se frena la acción, quedando las damas
turcas convencidas de que los hombres occidentales aprisionaban a sus mujeres
con tales artilugios para restringir su libertad. Poco sabían de las modas…y
los modos.
Lo cierto es que Lady Mary fue probablemente la primera en entrar (y
contarlo) en los aposentos reservados a las mujeres, cosa que ningún hombre
había podido hacer ( y salir vivo) y ella confronta lo que realmente ve con las
historias muchas veces altamente fantasiosas que otros viajeros habían contado.
Para todo ello se esforzó por aprender el idioma y tratar de conversar con las
damas importantes, a las que abrumó con preguntas de todo tipo. Y usó muy a
menudo los disfraces con la ropa local para moverse por la ciudad y conocer
detalles impagables. Mercados, mezquitas, palacios, harenes y demás son revisados y revisitados, con el
consiguiente reportaje epistolar.
Otro aspecto a destacar en las cartas es el que dedica a la cuestión
sanitaria: ella, que había sufrido la viruela en su propio cuerpo, conoció cómo
los turcos inoculaban virus débiles en personas sanas como prevención de la
enfermedad. Ella misma lo probó con su propio hijo y luego en Inglaterra, con
su hija. Quiso, a su retorno, expandir
esta medida preventiva, pero fue tachada de peligrosa e ignorada. No fue hasta
años después, en 1796, que el científico
Edward Jenner descubrió “oficialmente” la vacuna.
Resumiendo, la impresión general que se desprende de esta
correspondencia es que si el paraíso está en alguna parte, es en Oriente. Opulencia,
lasitud, goce y disfrute de los sentidos, libertad sexual…Con muchos matices,
pero comparando con las restricciones morales de los países cristianos, sobre
todo protestantes, la vida desarrollada en los harenes y los serrallos le
parece a nuestra dama sensual, atractiva y bastante más libre que en su propio
país. Claro que el Gran Turco es un
autócrata que mantiene a sus súbditos en un puño, o más bien sus jenízaros son
los que lo hacen…pero pensemos que no es hasta finales del siglo dieciocho que
empiezan a caer en Europa las testas coronadas. Lady Mary se siente feliz
rodeada del lujo oriental, en un clima lascivo y perezoso, donde la vida de las
damas es plácida (o ella la percibe así) y la única inconveniencia que descubre
que están obligadas moralmente a parir constantemente para mantener su estatus.
Lectura entretenida, divertida, jocosa, interesantísima por la cantidad
de detalles que cuenta y el modo literario de hacerlo. Altamente recomendable.