IRÈNE NÉMIROVSKI
ED. SALAMANDRA, 2007
“Si
supiéramos lo que recogeremos por adelantado, ¿Quién sembraría su campo?”
Sylvestre a Hélène, Pág.34
Es ésta una novela corta, como casi todas las de Némirovski, autora que,
desgraciadamente, no pudo llevar a término su magno proyecto, comenzado con Suite francesa, ya que su detención,
confinamiento y posterior muerte en Auschwitz, a causa de su origen judío, se
lo impidieron dramáticamente.
Decimos que es corta, como su vida, pero muy densa. Muy intensa en cuanto
a emociones se refiere. En ella vibra su alma, y se nos revela, precisamente en
lo breve, que es lo más difícil, como una grandísima escritora. Es, a la vez, un retrato de la Francia
profunda, la población de provincias, de pequeños pueblos, la gente del campo,
retrato que probablemente se podría extrapolar, en esencia, a las profundidades
de cualquier país europeo. Pero en este caso, y como en sus otras novelas, Némirovski,
a través de su mirada de extranjera (nacida en Kiev, en 1903), francesa de
adopción, es Francia, pero también es la
naturaleza humana, la que es analizada, diseccionada, y expuesta con breves
pero certeras pinceladas, que denotan una observación intensa y acertada. Con
poco, sabemos de sus personajes, sabemos de sus ardores, pasiones y dramas.
Y es terrible lo que vemos: pasiones, amor, amistad,...pero a la vez
violencia, traición, envidia, delación...el horror. La otra cara del espejo,
oscura, palpitante, agazapada como tigre en acecho, y que a la primera oportunidad
salta y emerge a la luz. Las aparentemente pacíficas e incluso aburridas relaciones
familiares, la también aparente paz y vida tranquila del campo, la cara oculta
de esta vida feliz e inmanente, irrumpe
de pronto, como un tifón devastador que arrasa violentamente todo lo que
encuentra a su paso.
La composición de la obra, a modo de diario irregular, relatada en primera
persona por el protagonista, nos va proporcionando datos sobre la vida
cotidiana, salpicados de comentarios y recuerdos, de imágenes que le asaltan y
le hacen sumergirse en las aguas profundas del pasado, de donde salen a flote, como una mancha de
aceite o como un ahogado, hechos o imágenes ya olvidados o que, al menos,
parecían estarlo. Este tema, el de la muerte en el agua, la imagen del ahogado
enredado entre las hierbas del río, muy ofeliana,
se repite en sus obras, como un leit-motiv
o una obsesión que angustia a la autora.
También la estructura del relato recuerda las muñecas rusas, ya que cada
personaje esconde en su interior otro y a su vez otro, a cual más oscuro e
impensable. Cada drama guarda la semilla del siguiente.
El narrador, Sylvestre/Silvio, un viejo trotamundos que se refugia en su ya
pequeña propiedad cuando encara la última etapa de su vida, lleva un nombre que
se le ajusta a la perfección, que lo define, ya que en su juventud no se aviene
a lo que se espera de él y parte en
busca de otros mundos, otras sociedades, otros países, llevando una vida
trashumante y salvaje, haciendo un poco de todo, hasta que, finalmente, viejo y
solo, ha de recluirse en su madriguera para el invierno de su vida, guardando
para sí sus recuerdos, hasta que una situación inesperada y dramática irrumpe y
salpica a todos, haciendo tambalearse el delicado edificio de naipes en que se
había convertido la vida social del pequeño pueblito provinciano.
“¡Extraña locura!-dice
Sylvestre –El amor a los veinte años se
parece a un acceso de fiebre, a un delirio. Cuando termina, cuesta recordar
otros...El ardor de la sangre, que se apaga pronto...Ante aquella llamarada de
sueños y deseos, qué viejo, qué frío, qué sensato me sentía...” (pág. 48)
La autora tiene unas agudas dotes de observación y de reflexión sobre la
vida, propia y ajena, teniendo en cuenta su relativa juventud (sólo vivió 39
años). La repetición, e eterno retorno de los errores entre una generación y la
siguiente, de padres a hijos, resulta inevitable, por más que se esfuercen los
padres en evitar que sus equivocaciones se repitan, los hijos, incluso
ignorándolos, caen en ellos por decisión propia, desean aprender a golpes, en
los mismos sitios donde los padres ya fueron heridos. Sylvestre se da cuenta de
ello, pero no puede ser más que un espectador impotente de un destino
inexorable.
“Me pregunto si esas dos criaturas
saben, o sospechan...Pero, no: la juventud sólo se ve a sí misma. ¿Qué somos
para ella? Pálidas sombras. ¿Y ella para nosotros?” (pág. 67)
Como colofón del libro, se incluye en esta edición una nota de los
biógrafos, O. Philipponnat y P. Lienhardt, en la que cuentan la trayectoria de
la obra, metida en una maleta y salvada y conservada por las hijas de la
autora, que supervivieron gracias a diversas personas que, con grandes riesgos,
les prestaron su protección y consiguieron despistar a sus persecutores,
cambiando incluso su identidad para no ser reconocidas.
Los manuscritos no ven la luz hasta 2004, en que se publica la Suite Francesa. (ver reseña en
Hislibris), pero El ardor en la sangre
aún tarda más, ya que en principio sólo se disponía de las primeras páginas,
mecanografiadas por su marido, Michel Epstein, abandonadas probablemente a raíz
de su detención, y no es sino cuando aparecen el resto de páginas manuscritas
de su puño y letra, traspapeladas entre todos sus otros manuscritos, -contenido de la famosa maleta- tras muchas
investigaciones llevadas a cabo por los biógrafos, cuando se puede componer la
obra.
En 1937 es cuando Némirovski
relee a Proust, y comienza a darle
vueltas al tema de la obra que nos ocupa.
Este texto le llama la atención:
“La sabiduría no se aprende;
tenemos que descubrirla por nosotros mismos tras un viaje que nadie puede hacer
en nuestro lugar ni puede ahorrarnos, porque es un punto de vista sobre las
cosas. Las vidas que admiras, las actitudes que consideras nobles, no nacieron
de la previsión de un padre de familia o el preceptor; las precedieron
comienzos muy distintos y sufrieron la influencia de todo lo malo y banal que
había a su alrededor. Representan un combate y una victoria.”(A la sombra de las muchachas en flor)
Según los biógrafos, “ese azaroso viaje de la juventud por la penumbra de
la vida es lo que Irène Némirovski llama el “ardor de la sangre”. Es el orgullo
de los genes, ese fuego que a veces permanece latente bajo la ceniza durante
años antes de aniquilar una vida pacientemente forjada. Otra forma de llamar al
amor, “esa llamarada de sueños” que calcina sus propios dominios.(...) Es la
misteriosa avidez de vivir, el “penoso y vano trabajo de la juventud”, el
enigma del deseo, que sabotea las decisiones virtuosas y da al traste con las
resignaciones enfermizas e incluso con la paz de los sentidos.”
La vida de Némirovski podría ser también una formidable novela. Después
de haber tenido que huir del bolchevismo en Rusia, huyendo desde S.
Petersburgo, a través de Finlandia hasta Suecia, en condiciones penosísimas, y
llegando finalmente a Ruan, luego de residir en París, casarse y tener dos
hijas, destacando pronto en la vida literaria francesa, hubo de ser nuevamente
perseguida, esta vez por el nazismo y el colaboracionismo francés, que
consiguió su deportación a Auschwitz, donde murió, en la enfermería, incapaz de
sobrevivir en aquel medio. Su marido siguió su mismo camino y sólo las hijas
sobrevivieron gracias al esfuerzo de amigos que las ocultaron. A través de
ellas conservamos su obra y podemos gozar de una autora a la que no hemos
podido conservar viva.