PHILIPPE
CLAUDEL
Ed. Salamandra, 2010
Aunque la trama de la historia que se nos narra no tiene nada que ver con
el filme La vida y nada más (1989),
de Bertrand Tavernier, sí lo tiene el espíritu que anima a ambas. La desolación,
el clima de guerra y posguerra en la población civil. El caos moral que origina
la guerra, todas las guerras. En el contexto literario podría situarse en la
línea del drama rural El ardor de la
sangre, de Irene Nemirovsky, o incluso el ambiente bélico/civil de Suite francesa, de la misma autora. También
en parte, el comienzo (sólo el comienzo) de la novela nos trae un flash de las
primeras escenas de Twin peaks (1990),
aquella serie de TV dirigida por David Lynch, en la que nos impacta el
bellísimo y dramático comienzo, descubriendo el cadáver de Laura Palmer, como
una crisálida envuelta en su funda. Aquella era una serie con forma policíaca
que superaba con mucho lo policíaco, y se sumergía en tenebrosas y oscuras
simas. Almas grises es una obra con
forma de novela policiaca que también se sumerge en las profundidades del alma
humana destrozada por el dolor o el miedo: narrada en primera persona por un
policía de pueblo, a partir del asesinato de Belle, una niña de diez años. Ocurren
suicidios, fusilamientos, muertes, y asesinatos.
Ambientada en los años finales de la Gran Guerra europea, 1917, en un
pueblito francés norteño, cercano al frente (se oye el ruido de los cañonazos,
como música de fondo en la vida local), está contada veinte años más tarde por el
policía que siguió el caso de Belle, como
una recopilación, un informe escrito a sí mismo; un recuento de hechos,
presenciados o escuchados a otros, de ideas, recuerdos, emociones y dolorosas
confesiones. Pero «en el fondo, escribo por ella y para ella, para mentirme,
para engañarme, para convencerme de que sigue esperándome, dondequiera que
esté. Y de que oye todo lo que tengo que decirle. Escribir hace que seamos dos»
es la declaración del narrador en un determinado momento, haciendo alusión a su
esposa muerta.
Claudel, en esta narración, que también podría entrar dentro de la
consideración de drama rural, reúne una serie de personajes a cual más
solitario. Empezando por el propio narrador, cuya esposa fallece de sobreparto
estando él ausente por trabajo. La presencia ausente de Clemence, su esposa,
sobrevuela por encima de toda la historia, empapándola con su hálito. El dolor
que le produce la pérdida impregna todo el texto: «Clemence se despidió de
nosotros con un leve gesto, y a mí, a mí solo me dedicó una sonrisa. Di unos
pasos hacia ella. Me moría de ganas de besarla, pero me dio vergüenza hacerlo
delante de Josephine. Así que le devolví su gesto. Eso fue todo. Desde entonces
no ha pasado un solo día que no lamentase ese beso que no le di.» Personaje
amargado, solitario, doliente, que sin embargo no ha perdido la lucidez, va
descubriendo a otros como él, incluso los que no lo parecen, como la maestra,
la señorita Lysia Verhareine, o Belle de
Jour, la niña cuyo cadáver aparece al comienzo: «Un cuerpo de diez años no
abulta mucho, sobre todo si está empapado de agua helada (…) Apareció el rostro
de Belle de Jour. Unos cuervos pasaron sin hacer ruido. Parecía una princesa de
cuento, con los labios azules y los párpados blancos. Sus cabellos se mezclaban
con la hierba, quemada por las heladas matinales. Sus manitas se habían cerrado
sobre el vacío. (…)Hasta los cañones parecían haberse helado. No se oía nada».
El fiscal Destinat es otro de los solitarios protagonistas de la novela. Perteneciente
a una ilustre familia de la que él será último vástago, envuelto en un halo de
silencio, paseando dignamente su viudez y su soledad, vive retirado en el
Palacio, admirando a distancia a la bella Lysia, la maestra, como admira a
distancia a la niña Belle, que ayuda en el restaurante y en la mesa a su padre,
Bourrache. Destinat guarda un secreto que el policía/narrador descubrirá al
final del libro. «Por Dios santo, ¿acaso
sabía yo por qué se muere? ¿Por qué se elige morir? ¿Acaso lo sé hoy? ».
Hay otros personajes desoladores: el maestro Fracasse, enloquecido por la
guerra, al que sustituye Lysia cuando se lo llevan al manicomio. La dulce
maestra Lysia, que espera el regreso de su novio Bastien, en el cercano frente
de batalla; Barbe, la criada de Destinat, que guarda la llave del Palacio y que
cuenta su parte de los hechos. Gachetard, que regala su vieja carabina al
policía para evitar usarla contra su mujer, enferma e imposibilitada. Martial
Maire, el tonto del pueblo, que ronda la escuela y lleva inocentes regalos a
Lysia. El Coronel Matziev, que «era un aficionado a la sangre, pero que estaba
en el lado bueno, en el que está permitido derramarla y bebérsela sin que nadie
ponga el grito en el cielo» y que hace muy buenas migas con el juez Mierck,
vulgar y pueblerino, «un cerdo con traje», insensible al sufrimiento de los
demás. Bassepin, el dueño del hotel, que
hace su agosto en la guerra y postguerra. La vieja rencilla entre el padre el
narrador y su vecino Fantin Marcoire;
Josephine La Pelleja, la vieja
traficante de pieles, a la que nadie quiere creer su testimonio, cual Cassandra
contemporánea. El padre Lurant, con quien el narrador comparte una extraña
noche de nieve; los dos desertores, Rifolon y LeFloc, acusados finalmente del
asesinato de la niña, tras someterlos a un tercer grado mientras Mierck y
Matziev se dan un banquete. El guardia Despiaux, que lo presencia impotente. La
viuda Blanchart, otro personaje fugaz pero ilustrativo del momento. El bebé de
Clemence…
Narración desgarradora pero al mismo tiempo fría y contenida, sobria; en
la que respiramos el olor de la guerra, la guerra cercana pero invisible, salvo
en sus secuelas: los centenares de heridos, mutilados y destrozados cuerpos que
van llegando a los hospitales de los pueblos cercanos, y los centenares que aun
en servicio, se desfogan en bares y tugurios para soportar lo que aún les queda
por sufrir. La guerra/la muerte está presente en todos esos personajes
desnortados que desfilan como zombies, muertos en vida, empezando por el propio
narrador del que ni siquiera sabemos su nombre. «Los hombres, sus almas…., pasa
lo mismo. Tú eres un alma gris, rematadamente gris, como todo nosotros». En
suma, una obra conmovedora, muy bien escrita y que merece dedicarle una lectura sosegada.
Philippe Claudel (Nancy,
1962), profesor y guionista de cine y televisión, además de dar clases en
liceos y en la Universidad de Nancy II, enseñó a niños discapacitados y a
presos. Con numerosos galardones en su haber: el prestigioso premio Renaudot
por Almas grises (2005). Ha escrito y dirigido también dos
largometrajes: Hace mucho que te quiero, galardonada con dos
Premios César, y Silencio de amor.
Ariodante